19.6.10

Capítulo final

Era el futuro. Estábamos Catalina y yo cenando. Ya sabés; uno de esos típicos platos del inframundo; uno de esos platos que vos preparás sin mucho ánimo y con un poco de asco la verdad, por el estado de las cocinas en este lugar; uno de esos platos cuando cocinás y comés por no dejarte morir de hambre. Lo típico, repito. Arroz, carne y papá. Papá, salchichón y arroz. Fríjoles, tajadas y chorizo. Chorizo... no me lo mencionen. Creo que no quiero volver a comer chorizo nunca más en mi vida. Sudaos’; mondongos, sopas de guineo... ¡Lentejas! ¡Olvídalo! Estamos de lentejas hasta las narices. Ogao’. Salchichón. Creo que me he comido la mitad de la producción de Zenú viviendo en el inframundo. Es horrible. Odio el inframundo por la comida, sobre todo por eso, sin mencionar los panzzerotis y las empanadas de queso.

Así que dejé el plato de arroz con fríjoles que tenía frente a mí y me dispuse a comer una ensalada “a la Catalina”, lo único que se me hace digerible en este lugar. (Catalina hace unas ensaladas increíbles). Así es. Las ensaladas de Catalina eran lo único que me reconciliaban con aquel sueño. De repente extrañé la rúgula o un buen pannini con feta cheese. Qué tal un sabroso falafel... Al despertar miré la etiqueta de la ampolleta. No estaba muy seguro de querer seguir más en el inframundo. Quería estar de nuevo en Nueva York, no ‘importaba que tuviera que volver a ser famoso’. Total, me fui corriendo al teléfono y llamé a la compañía. Dije que quería un paquete de Recuerdos Implantados sobre mi vida en Nueva York, pero los del teléfono me dijeron que todavía estaba soñando. Entonces volví a la habitación y terminamos de comer. Fui a lavar los platos y me dieron arcadas mientras botaba los restos de comida en la basura. El panorama era más que desolador. Era electrificántemente oscuro. La caneca estaba a rebozar. Había kilos de espaguetis y empaques de Frutiño y de gusanos rondando entre restos de galletas Saltinas. Las paredes con una gruesa capa de grasa y un par de neveras oxidadas. De repente, entonces, se escucharon unos disparos. Provenían de la pieza cuyas ventanas daban a la calle. Era el cuarto que ocupaba nuestro vecino, el profesor de sociología vinculado con Comfenalco. Aquel que usaba pulseritas artesanales y que en cada celebración de la ciudad se disfrazaba con un vestido típico. El de lentes gomelos, muy fashion, traídos de Barcelona, con marco rojo, pero con unos zapatos muy “ortera” comprados en Junín. Julián, el mismo que salía todas las noches a fumarse un bareto y que se enfarraba en el Periodista y que amaba su programa de Clubes Juveniles. Y entonces, Catalina y yo íbamos corriendo a ver qué sucedía.

Allí estaba Julián, junto la ventana, disparando hacia la calle. A su lado, Carlos hacía lo mismo. Pensé que Carlos había sido quien había dotado al cuadro onírico de armamento. Los de la oficina habían venido a desalojar a Julián y Carlos le estaba ayudando a defenderse. Total, yo también me parapetaba, mientras Catalina se iba a la cocina a terminar de lavar los platos que yo había dejado enjabonados. Entonces, ‘El profe’, docente de la U. de A., también entraba a cuadro y agarraba su fusil. Calvo, de lentes igual, se reía socarronamente mostrando sus braquets cada vez que hacía un tiro hacia la calle. Lo extraño es que yo sabía que afuera, en algún lugar, se encontraba Lucía, mi cliente ex-paramilitar, junto a su ejército de matones a sueldo. Lo que pasaba siempre, es que esta señora impartía la orden de reventar el candado, como se dijo antes, violar la chapa, tumbar la puerta, hacer lo que fuera con tal de confiscar la ropa y demás bienes de los inquilinos cuando éstos se retrasaban para pagar sus mensualidades, algo que bajo todo punto de vista era ilegal y abusivo según el criterio de Julián y demás habitantes de la casa. Y ya había sucedido antes, pero era la primera vez que lográbamos organizarnos en torno a un proyecto de solidaridad con el compañero de turno.

Otro de los factores que ayudó a la consolidación de un amotinamiento, había sido que El Profe’ también estaba en periodo de prórroga para con el pago su arriendo y temía que de un momento a otro vinieran a despojarlo arbitrariamente, sin una orden judicial o con algo que se le pareciese. El Profe’ venía pasando por tiempos difíciles, todos lo sabíamos. En conversaciones esporádicas hasta había mencionado la posibilidad de que una mañana de ésas lo encontráramos colgado en el baño. Obviamente era un pobre tipo, sin casi nadie en la vida, quien desesperadamente clamaba por ayuda. Sus padres habían muerto no muchos años atrás y lo habían dejado a merced de sus hermanos, quienes “nunca supieron agradecer” el hecho de que El Profe’ hubiera llevado los gastos de la casa por los tiempos en que él “andaba en la buena” y “los demás” estudiaban. Ahora que andaba “en la mala” y que sus hermanos ejercían sus carreras profesionales, afirmaba no estar dispuesto recibir sus “limosnas”, y por ello se había venido a vivir al inframundo, mientras se resolvían los 20 millones que le correspondían de sucesión. Tenía muchos planes con ese dinero El Profe’. Pero mientras tanto, allí estaba con un fusil M16 en la mano, con aquella expresión de mirá-marica-qué-bien-que-nos-la-estamos-pasando. Un hecho muy loable teniendo en cuenta que El Profe’ escasamente se le veía sonreír últimamente y mucho menos comer. Sus afúgias económicas lo llevaban constantemente a estar pidiendo dinero prestado entre los demás miembros del inquilinato y su crédito se había agotado ya por falta de pago. Con frecuencia veías al Profe’, en los corredores de la casa, echándole el cuento a algún vecino despistado sobre un negocio de celulares, que supuestamente venía montando con un amigo de la “U”. El tipo se te llevaba el celular con la promesa de que lo iba a cambiar por un blackberry, tan solo por un excedente de 10 mil pesos. Nada más tenías que esperar unas dos semanas sin celular mientras se legalizaba toda la transacción, pues los Blackberries “había que importarlos”. Total, vos terminabas sin celular un mes y el negocio del Balckberry se dañaba por alguna razón y los diez mil pesos un poco dilatados la verdad, aunque, sí, vos recuperabas tu celular original, no obstante. Por mi parte, yo nunca le jugué a lo del teléfono, pues Catalina y yo estimábamos mucho al Profé’ y no quería dañar esa estimación. Nadie quiere ganarse una rabia de dos semanas sin celular.

El Profe’ se había portado muy bien en nuestros primeros días de aquel sueño. Siempre muy colaborativo y dispuesto a ayudarnos con lo que pudiéramos necesitar. Era una buena persona El Profe’. Siempre dispuesto a darse a los demás, lo que hizo que se metiera en muchos problemas, pues suele suceder que una persona muy involucrada termina siendo presa fácil de los lobos en el inframundo. Una persona muy involucrada nunca sabrá distinguir entre el inframundo y la superficie. Lo que vos tenés que hacer con las criaturas es relacionarte, pero tratar de nunca involucrarte. Una persona muy involucrada siempre será víctima de todo por descuido, al menos una vez, pero casi siempre muchas veces. Una persona involucrada siempre tiende a revolcarse en el fango de esos cerdos que somos la raza humana en general y por lo general su destino es salir dañada de todo pantanero. Una persona involucrada en todo caso siempre será un envío del Señor y tardará mucho, acaso pasará toda una vida, antes de darse cuenta de que como hijo de Dios debe tender siempre a salirse del muladar; buscar siempre ponerse a la altura divina de la luz encendida en los pisos superiores y respetar la horma con la que fuimos hechos; o sea, Dios.

Y Dios tenía allí a uno de estos seres puros suyos; o sea, a Luis, El Profe’, dándose chumbimba con una gente que de verdad, verdad, venían de parte del Enemigo. Pero es así con muchos guerreros de Jesús. Lo son y no lo saben.

El viernes 8 de diciembre (aquel) de un sueño remoto entre todos los sueños que uno suele soñar, sin embargo, el palo no estaba pa’ cucharas y era el inframundo. Era la peor hora del día también. La una y 25. Una hora demasiado tonta en el medio de ninguna parte, una hora de querer apostarlo todo y no poder, como cuando vos vas conduciendo por la orilla de la autopista y hay muchos carros alrededor y vos te querés tirar por la raya blanca, el espacio ése que deja el tráfico de todas la carreteras del mundo para que las motos puedan avanzar por allí, pero no lo hacés porque en el fondo sabés que la raya blanca precisamente no fue hecha para eso y además los grandes camiones te tienen totalmente arrinconado, así que te toca seguir por donde vas, por la eterna una de la tarde. Yo me cuestionaba, no obstante, de lo paradójica que era la vida. La ciudad entera se regocijaba en celebraciones culturales “muy decentes”, como solía llamarlos su alcalde, mientras nosotros estábamos dándonos candela con ese tipo de colombianos con los que todos en la república bananera querían pasar de agache. Pues bien, nosotros no éramos “todos” y allí estábamos, junto a la ventana, defendiendo nuestra puta casa alquilada.

- Usted escribe obsesionadamente sobre el tema de la decencia en su última novela. Entrelíneas se puede notar una subrayable preocupación por la respetabilidad y el miedo a perderla.

- ¿Me está preguntando, está afirmando? ¿Me toma del pelo? - le dije al periodista.

Sé que es una pregunta y flota en el aíre como pluma de gallina que es lanzada desde un balcón, algún artefacto biológico que se convierte en arsenal de acribillamiento diez centímetros antes de tocar tierra.
En efecto, sabía que era una pregunta, desde antes, pero quiero darle algo de vidilla a este monótono diálogo de televisión. El tipo llegó muy temprano esta mañana, pero yo iba de salida a visitar un cliente que tiene un programa de radio en Todelar, uno de paquete “feromonas”(lo de Recuerdos Implantados anda flojo). Le había dicho al periodista que no podía atenderlo, que volviera mañana, pero fui a visitar a mi cliente y cuando volví, cinco horas después, todavía estaba allí a las afueras del inframundo, sentado en un par de troncos viejos. Lo vi un poco embelesado con una zombi anoréxica que arrastraba una de esas cajas de plástico donde se empacan los quesitos. Dentro había un monopatín averiado y unas bolsas negras y ella llevaba una silla Rimax rota, al hombro. La zombi trataba de vender sus corotos a cuanto transeúnte se topaba. No me quedó más remedio. “Déle candela a esa cámara”, le dije. Era una Panasonic HDV de última generación, de tarjeta 64, muy fina.

- Obviamente, le pregunto - dice.

- Mire, es que es una cosa de aquí, muy del lugar, como el color local del país más indecente del mundo. Mire a nuestro presidente. Todos sabemos lo que es, pero todo el tiempo lo vemos defendiendo un honor que no tiene. Y de ahí para abajo es un mal nacional, nuestro deporte favorito, “Preocupación por la Decencia”. Y ello estaría bien en sociedades de una sola moral, pero en Colombia no sabemos qué es eso, no va en nuestro ADN. Quería también revertir el efecto también de un montón de equivocaciones que había cometido en mis anteriores novelas. Es increíble lo que se logra con literatura, no se imagina. Yo he dotado de identidad a un montón de amigos que nunca han sabido quiénes son. Desde siempre ha sido así. Una vez le dije a un amigo de la universidad que debería trovar y hoy en día tiene la oficina de trovadores más grande de toda la zona de Urabá. Igual, una vez dije de un amigo que era “un señor”, sin serlo, y se la creyó. Hoy en día anda firmándose en Twitter y en Facebook como “El Señor” yo-no-sé-qué. Así fue. Al escribir de cierta gente, positivamente, acogieron esas ideas de caballerosidad que yo les endilgué. Y eran personas muy cercanas, pero el problema es que su decencia era tan débil que sólo sobrevivía en la ficción y en relación a mis defectos de carácter. Entonces, cuando volví a Colombia se acercaron a beber de esos defectos porque eran lo único que reafirmaba su respetabilidad. Sin mi falta de virtud, la rectitud de ellos no era nada. Necesitaban mis excesos de adolescente como al agua. Pero la mala noticia para ellos fue que esos defectos de carácter ya no existían porque habían sido creados por la fábrica literatura, y tal vez habían sido reales pero ya se habían convertido en pasado y en dramas proyectados en un papel. No digo que me había convertido en un santo, pero ya mis defectos iban por otro lado que nadie conocía; hasta de pronto eran peores, pero ya no tenían nada que ver con la indecencia. Lo mismo sucedió hasta con mi mamá, no se imagina lo que es meterse con la identidad de las personas en literatura.

- Charly García dice en una canción: “si me margino, me margino porque sí”. ¿Por qué decidió marginarse usted?
- ¿Perdón? - digo - ¿me repite de qué medio viene usted?
- Soy periodista independiente. Este material es para la red. Para un blog de literatura que tengo con unos amigos. Claro que si me permite, pienso usar este material en mi tesis de la universidad.

Después de dicho esto, me fresqueo.

- Lo de la marginalización viene después de notar que muchas voces interesadas en escribir artísticamente, o en figurar editorialmente, como que quieren untarse de lo bien que estás escribiendo, del buen momento creativo por el que estás pasando; de los distinto que sos, no sé; como que de alguna manera quieren competirte o ser parte de un movimiento que en realidad es un esfuerzo personal más que una adhesión a alguna escuela o tendencia o mundillo. Como que quieren matricularse en tu estatus generacional y eso es apestoso, créame. Entonces lo de la marginalización es como una renuncia, como decir: no quiero pertenecer a tu estúpida generación ni a ninguna de tus esferas, nunca lo quise, I don’t need that shit.


“¡William Zapata, entréguense o los bañamos a punta e’ plomo!”, gritaba Lucía desde afuera.


- La comunidad de psicólogos anda muy enojada con usted - me dice el estudiante.

- Lo sé, de hecho me han hecho varios atentados emocionales a través de los medios, a pesar de que, en persona y a solas, son super queridos conmigo. En grupo cambian y hacen poesía de voracidad como todas las personas. La comunidad de psicoanálisis nunca había estado tan organizada desde que se destapó el escándalo de Recuerdos Implantados. Lo ven como algo artificial y pernicioso; dicen que el producto no puede ser real, que son realidades inducidas, pero yo no fui quien se inventó la cosa; yo solo la hice popular.

Nuestra Plus azulita se encontraba parqueada en medio del tiroteo, pues siempre me gustaba dejarla a las afueras de la casa, mientras se le pasaba el olor a gasolina quemada, olor a dióxido de carbono acumulado durante el día a través de las calles montañosas de esa ciudad. “Cuidado con ir a pegarle un tiro a la moto, niñas”, les decía yo a los otros, “apunten más arribita”. Entonces una bomba de humo se coló entre un resquicio de la ventana, proveniente del otro lado de la calle. El Profe’ suelta su M16 en el suelo, toma la bomba y la devuelve a la calle.


- ¿Cuándo vamos a poder leer sus libros en papel? Usted una vez publicó en su Myspace que se iría a lanzar.

- Mire, esa era mi idea de volver al país, pero, cuando toqué tierra tropical, vi la clase de literatura que merecía el gusto del escaso público local y me desanimé. Enseguida me di cuenta de que aquí no hay interés por crear un target para lo que yo escribo, ni para la literatura en general, y los pocos escritores independientes aquí publicaban nada más que para leerse a ellos mismos y “ellos mismos” eran media docena de perversos columnistas de prensa y 10 starving borrachines del Festival de Poesía y ninguno se atrevía a salirse del esquema. Los escritores en Colombia son como los mafiosos de todo el mundo. Su principal obsesión es la honorabilidad y al final terminan publicando para que los lea el papá, la mamá y los primos. La honorabilidad mata al artista. Es un precio demasiado barato para todo lo que se pone en juego tras la publicación en papel. Acá todos beben demasiados tintos en el café del mutuo elogio.

- También estaba lo de la fama. Pensé que si tan solo publicando en internet se me había venido todo ese coge-coge, con un libro en las editoriales sería peor. Por demás, le tengo un terrible temor al vampirismo. La historia editorial y todo lo que le rodea es una densa y compleja historia de vampiros, ¿sabe? Vampiros de toda clase. La sangre en ese mundo solo la tienen unos pocos y yo me niego a donar la mía allá. Prefiero darla gratis en la red. Solamente una vez mandé un manuscrito a una editorial de Miami, pero nunca me ha inspirado confianza esta gente. Digamos que soy una adicto a todas estas teorías de la conspiración y me las creo. A pesar de todo, una vez también mandé un manuscrito a un concurso y me supo a cacho. Creo que si de verdad hay alguien conspirando en el mundo, es la gente de las editoriales y los concursos. Sin embargo sé que hay gente que se especializa en ganarse estos concursos. Pasan un 10 por ciento del tiempo escribiendo y el 90 por ciento lagarteando. - Sonrisa. - Y la idea también era recuperar los placeres simples, ¿me entiende? No sé. Por eso también lo que hice fue ingresar a una de esas clínicas de suplantación de identidad; no sé si las conoce. Si de verdad empiezas a creerte el cuento de una industria subnormal, corres con el riesgo de perder la felicidad que te produce la ida al granero de la esquina y volver a casa tranquilo, a tus programas de radio, y a las comidas de tu esposa. La idea era desde el principio quitarse unos cuantos ojos de encima.


- ¿Qué se siente estar en boca de todo el mundillo?

- Pues sinceramente nunca me doy cuenta. Es a veces que me pasan el dato de gente que me menciona en corrillos que yo nunca he pedido estar. Evito hasta lo posible relacionarme con artistas o periodistas desde hace varios años ya. Me cae mal todo eso que tienen que hacer para sobrevivir. Lo otro es que nunca leo a ningún autor colombiano, con contadas excepciones. Y me parece desequilibrado sentarme a hablar con gente que vive pendiente de mi trabajo, pero a la que yo nunca he leído. Bueno, me refiero a los que me quieren, porque estoy seguro que la mitad de la gente que me sigue la pista lo hace por ver que hay de nuevo, un poco desde la cama del asco. Es más o menos el karma de vivir un paso adelante del resto. Pero me disculpo a través tuyo por no leerlos.

Luego de dicho esto, invito al periodista a entrar a la casa. Vamos en busca de una taza de café. Avanzamos por un garaje donde guardo varada la Plus, junto a otras motos de los demás inquilinos. Sobre los adoquines marrones se extiende una larga mancha de aceite proveniente de un escape en el motor.

“Tenés suerte de estar aquí”, le digo al periodista, “todos estos días han venido unos cuantos como vos, sobre todo extranjeros, a que yo les dé una entrevista. Vos sabés, gente de circuitos underground y cosas así. Vienen con el sello marcado en la frente, pero para mí esa cosa under me parece muy 60’s. Entonces los mando a la mierda. Odio toda esa pose hippie; todo lo que huela a activismo y a macrobiótica y a contracultura Zen me repele. No sé porque se empeñan en encasillarme en eso. Lo último que yo he querido es reivindicar los derechos de nadie. Conozco a los humanos, ¿sabe? Al final todos lo que desean es hacer negocio de algo que debería ayudar, pero que no termina ayudando a nadie”.

Llevo puestas unas chanclas que yo mismo hice recortando unos tenis viejos y un pantalón de pijama que me queda de mi Era-Nueva York. Antes usaba unas pantuflas gigantes de Homero Simpson, de esas que parecen escarpines para adultos, pero se habían convertido en el hazme reír de la casa, así que tuve que archivarlas. La camiseta de Maradonna también ha sobrevivido a los años de la transición, como los he llamado yo. Aún no descubro la transición hacia qué, pero de todos modos sé que es una larga transición por disolvencia, un gran efecto de video encadenado, hacía un lugar mejor. Nada de cortes directos. El raccord casi invisible, es mi mejor amigo. La continuidad violada.

El garaje es uno de esos recintos oscuros por los que se entra a muchas casas colombianas. Alguna manguera en un rincón y algún cacharro de rebujo que no cupo en el cuarto de San Alejo. Acaso una pelota de caucho también. La sensación exacta es de luz al final del túnel y de túnel al final del tiempo. También hay un teléfono al que solo le entran llamadas y con el que no se puede llamar. En el recorrido nos encontramos con varios estudiantes que son mis vecinos. Gente joven, casi todos ellos matriculados en la Universidad de Antioquia, nativos de diferentes ciudades colombianas. De la costa en gran parte. A lo lejos se escucha un vallenato saliendo de la habitación de la colonia cordobesa. Es el profesor de la Nacional que a veces le sube todo el volumen a su celular. Huele a carne encebollada. Es más o menos la hora del almuerzo. Tal vez hígado. “Uno de esos placeres simples que me hacen feliz en este país”, le digo a Ramón, el periodista que ha venido esta mañana a entrevistarme. “En un universo paralelo, todos mis vecinos son gente de mala calaña y corren con el riesgo de quedarse a vivir toda la vida en casas de inquilinato como éstas. También hay una balacera”, digo. “Pero, en este universo mis vecinos son gente que en unos cuantos años estará viviendo muy bien, en apartamentos caros y cobrando una alta suma profesional en alguna empresa estatal o privada. Son estudiantes de carreras importantes, ¿no ve?”

-Pero también habrá gente que no lo logre - dice Ramón.

- Obviamente - digo - no faltará el descarriado que termine montando un bar o produciendo películas criollas o yéndose para el extranjero a sudakiar.

El periodista parece uno de esos representantes del Nuevo Periodismo que sabe lo que hace. Uno de esos bárbaros que no le da pereza untarse ni hacer preguntas indiscretas ni escatima en esfuerzos para decir lo que piensa. Se nota que le gusta bajarse de la tribuna y ver los toros desde la arena a este Ramón. Me cae bien. Espero que irrespete el cambio de punto de vista, y las demás reglas, cuando escriba sobre mí. Veo que lo filma todo, pero en el garaje ha decidido apagar la cámara por razones de luz, supongo. Cuando llegamos al patio, Ramón vuelve a prender la cámara y graba un grupo de ropas extendidas al sol. Nos olvidamos por un momento del café y nos ponemos a conversar entre begonias y anturios y millonarias y chafleras. Es una de estas casas viejas, en buena parte con pisos de madera y con patios grandes, intercalados entre los salones y las habitaciones. La luz del sol se cuela entre unas tejas de Eternit, rotas por el paso de los años. Le pido a Ramón que me deje manipular un poco su cámara y me pongo a filmarlo a él. Le hago un tilt up desde los pies hasta la cabeza, desde las zapatillas Nike hasta su motilado estilo totuma. Me gustan los Nike.

- Es una Sony de 1280 líneas, ¿cierto?

- 1080 - me corrige Ramón.

- Como dicen los españoles, a veces me da mono de hacer documentales cuando veo una cámara como éstas - digo.

Ropas húmedas se amontonan medio extendidas entre los cables improvisados con cabuyas de costal. Es un largo puente festivo, una de esa clase de fines de semana en los que todo el mundo tiene la posibilidad de verse las caras en terminales de transporte y en aeropuertos o una de esa clase de fines de semana en que otros aprovechan para lavar sus ropas acumuladas.

- Me caés bien, Ramón. Se nota que sos de esa clase de periodistas que escribe y comenta desde el oficio. Me apenan todos esos críticos de cine que se dignan a abrir la bocota sin haber cogido una cámara de video siquiera. Nunca saben de qué va una escaleta o una planta de luces o loggear imágenes en un Final Cut, y luego se atreven a cualificar y descalificar películas a razón de “que han visto mucho cine”. Me producen sincera vergüenza-ajena, man.

- Bueno, es una enfermedad de los tiempos. La mitad del planeta se cree entrenador de fútbol y la otra mitad se cree director de cine.


- En efecto. Solo que los peores están en los medios. A veces la obscenidad y la depravación son insondables.

Una gallina pasa picoteando por el suelo de cemento. Sale de una de las piezas.

- A veces hablamos con mi esposa de irnos al campo. - Digo - Dejar todo esto. Aunque después de vivir en Nueva York se me hizo imposible volver a vivir en los extrarradios, por fuera del centro. Al llegar, traté de vivir en el barrio de mi madre, no muy lejos de aquí, pero me hacía falta esa cosa newyorkina de convivir en un lugar más o menos plano, entre comercio de todo tipo y esa basura en las calles y esos locos de cobija y estos personajes extraños que solo se ven deambular en los downtowns. Aquí vos abrís la puerta de tu casa y de repente el Circular Conatra te frena en las narices y, si no cerrás a tiempo, se te mete algún zombi hasta la sala de la casa, pero encontrás de todo, cuando salís tarde en la noche a comprar comida. Eso compensa todo este ardor marca-Diesel de la garganta, muy la contaminación de Medellín.

Un poco agobiados por tantos silencios respetuosamente pesados entre la conversación, pasamos al cuarto donde vivimos Catalina y yo. La idea es mostrarle unas fotos que coincidencialmente ando desempolvando por estos días. Ramón saluda cortésmente a Catalina quien descansa sobre la cama después de haber estado todo el día cocinando y lavando y limpiando. Catalina es una de esas mujeres que prende la locomotora muy temprano en la mañana y no para hasta muy entrada la noche. Generalmente no hace siesta, pero a veces se tumba un rato a descansar con los ojos cerrados. Atrapo la fotos sobre mi escritorio y le pido a Ramón que volvamos al patio, para dejar descansar a mi mujer. Es una pequeña habitación de 200 mil pesos, con buena luz y muy buena aireación. Sus únicas paredes de concreto son las que, número 1: da al patio y soporta el ventanal de cristales manchados y, número 2, da a la casa contigua. Las otras dos paredes son divisiones de triplex estructuradas sobre lo que antiguamente había sido una sala comedor, pero que ahora se han convertido en cubículos para dormir. Se trata de más de 12 habitaciones altamente comunicadas entre sí.

- Me tocó volver a la docencia de cátedra - le digo a Ramón, mientras le paso una fotografía donde estamos mi padre y yo caminando por la autopista norte, a la altura de Girardota. Mi madre viene un poco retrasada, con un bolso vacacional a su espaldas. Era la época de los suecos setenteros y se le alcanzan a ver en la imagen. - Tal vez en pocos días podamos pagar un apartamento más clasemediero.

- Esta es mi madre y este es mi padre - digo. - Yo tenía unos nueve años ahí. A veces pienso que todo el dolor de mi escritura proviene de una imagen como ésta. También creo que en una imagen como ésta es donde se originan muchas tragedias de la gente como yo. Aquí mi papá y mi mamá habían acabado de alegar. Discutían por todo cuando salíamos, aunque recuerdo un par de paseos felices donde no pelearon. Pero en este día sí lo habían hecho. No recuerdo por qué ni en dónde. Pero me acuerdo que mi padre estaba un poco molesto porque se le había dañado el carro y la moto y aquí nos habíamos acabado de bajar del bus intermunicipal. El caso es que ésta es la típica imagen de una clásica familia nuclear desintegrada. Mirá, Ramón: adelante venimos mi papá y yo y él hace mala cara y yo comparto un poco su enfado. No sé por qué yo siempre tendía a tomar partido a favor de mi padre cuando peleaba con mi madre. En el fondo siempre sabía que ella era la jodona, pero en lo incidental. En lo estructural ahora yo tendría que echarle toda la culpa a mi papá. A veces pienso que si el matrimonio de mis padres se hubiera salvado, yo me hubiera convertido en otra cosa de lo que soy. Mi naufragio en ese hundimiento de alguna manera me hizo refugiar en el cine y en los medios de comunicación y en los libros porque son éstos los que cuentan historias para eso, para que la gente se resguarde en ellos. Creo que fue hasta el divorcio que yo era un adolescente normal, después del divorcio fue cuando me volví lo que la gente suele conocer como “un raro”. Si yo no me hubiera tenido que refugiar en los libros, hoy en día sería un ingeniero o un obrero, un ser felizmente ingenuo, uno de esos miles de mortales que pasan por la vida sin hacerse demasiadas preguntas. He pasado por toda suerte de procesos ideológicos, pero al final siempre termino volviendo a una foto, man.

Luego agarro otra foto y se la paso a Ramón.

- Aquí estoy el día de mi primera comunión. Es la casa de mi infancia, estos son mis primos y mi primas y estos mis amiguitos del barrio. El gato se llamaba Toto. Esa chaqueta me la confeccionó mi mamá con sus propias manos, en una máquina de coser Singer. Era de pana. Crecí en un entorno rodeado de animales y esperanzas. Tuve tortugas y perros y gallinas y toda suerte de pájaros. En esta casa había un gran patio detrás, donde pasaba eternas tardes de felicidad jugando con mis vecinos. Cuando pasaba un avión, jugábamos a que venía por nosotros y salíamos disparados a escondernos dentro de la casa. Nunca me preocupé por nada esencial hasta mi adolescencia tardía. Fue muy bella mi madre conmigo en esos días. Le encantaba que la casa estuviera llena de niños y siempre nos daba galletas con mermelada de piña y leche. En esa época todas las preocupaciones eran imaginarias, trasladadas desde la tradición oral o desde los medios. Mis padres, aunque muy liberales-que-votan-conservador, me enseñaron indirectamente a decir mentiras, pues su forma de castigar era muy estricta. De todos mis miedos infantiles, el más intenso era al castigo de mis padres. Eran los más tiernos del mundo también. A veces mi madre me dice que a mí lo que me faltó fue más rejo cuando estaba chiquito. Y te digo, Ramón, sí, en cierta medida fui un niño muy consentido. Siempre andaba metido en problemas con mis semejantes, más no con la gente grande, incluso en el colegio. Descubrí el miedo de este país, traducido en la desaceptación, desde muy joven. Considero que toda la mierda colombiana viene de esa palabra: MIEDO. En mayúsculas. El miedo nos jodió a los colombianos. Estamos cagados Ramón, ricos, pobres y millonarios estamos cagados del miedo, más que cualquier otra sociedad en el mundo, necesitamos que el Mesías venga ya, para que nos arranque el hijueputa pánico en el que estamos sumergidos. Y no hablo de miedo al otro, sino del miedo a nosotros mismos. Por lo que somos. Luego del colegio, uno muy católico y privado, vino la universidad y con ella Hemingway y Cobain (imaginate, un par de suicidas) y también esa histeria rara que me cogió allí, esa mezcla rara de fama y de final de la inocencia y de drogas, BUM! Una bomba letal. Sin embargo, nunca me encochiné. Eso vino después, pero en general la mayor parte de mi vida la he pasado como flotando varios metros sobre la superficie de la tierra y eso me ha protegido mucho. Me la paso como viendo a los humanos desde el aire. Y, a veces, cuando he decidido bajar y untarme con ellos obviamente salgo con barro hasta en las orejas. Ahora mi objetivo es saber cómo recuperar esa ingravidez.

Me canso con las fotos y estiro un brazo y bostezo. Ahora estamos en la cocina. A través de una ventana podemos ver el metro serpenteando a lo largo del viaducto, entre las estaciones Hospital y Prado Centro. Más allá, el estadio Atanasio Girardot, el cerro El Volador en primer plano y, al fondo, un poco menos nítido, el sistema montañoso de la Cordillera Occidental. Es como si hubieran dibujado a la ciudad por capas esta tarde y le hubieran puesto diferentes filtros a cada una de las capas.
Bajo del fogón de gas la olla con agua hirviendo y la vierto en un par de pocillos azules. Cuando empiezo a destapar el Nescafé, suena mi Samsung y lo contesto y le indico a Ramón que termine la operación del azúcar.

- ¿Sí? Ah, qué hubo, jefe. Claro. Ya voy para allá.

Cuelgo y me meto el Samsung al bolsillo de la pijama.
- Es mi jefe nuevo - le digo a Ramón - parece que tengo que ir a firmar contrato a la universidad. Ahora puedo mandar a la mierda ese trabajo con Recuerdos Implantados. Nos tomamos nuestro café casi en silencio y paso por la habitación para avisarle la buena nueva a Catalina y para cambiarme también. Ramón y yo nos despedimos de ella y salimos por el garaje. Al pasar junto a la Plus le pego una patada de cariño, “estoy regalando esta Plus, Ramón, ¿la querés? Está buena. Sólo falta meterle por ahí unos cien mil pesitos”.

- ¿Y vos por qué no la arreglás? - Me dice Ramón.

- Es que voy a comprar otra. De pronto una Vespa. A ésta ya casi se le vence el seguro también. A la final me quedo sin moto un tiempo, también. Estoy un poco agotado de quemar gasolina. De pronto vuelvo a mis días de tirar infantería, o hasta de pronto me compro un carro este año también. Es hora de preparar el terreno para una familia.

Le digo esto a Ramón con mucha esperanza, pero todavía me falta quitarme el implante de Memoria Selectiva, donde la Plus anda parqueada en medio de un tiroteo y donde veo que afuera de la casa llegan más refuerzos paramilitares para llenarnos de bala hasta los tuétanos. Ahora eran como 200 los sicarios que disparaban desde afuera. Varios de aquellos disparos entraban libremente por las paredes de bareque e iban impactando a Julián y al Profe’ y a Carlos y a Camilo; uno a uno, todos iban cayendo a mi lado y Catalina venía de lavar los platos y me decía, No hay escapatoria, y Lucía, la ex-paramilitar, me gritaba William Zapata, ¡lo conozco!!Yo sé quién es usted! Entonces veíamos venir un comando de policías y soldados y se ponían a disparar junto a los paras’ en nuestra dirección, y yo le decía a Catalina, encima de nuestros vecinos muertos:

- ¿La cárcel o la muerte?

Y Catalina me decía:

- La muerte.

Y entonces cogíamos más fierros y nos íbamos de frente, con un fusil en cada mano, disparando contra los paramilitares y ellos nos llenaban de bala en todo el cuerpo y quedábamos tendidos en medio de la vía, junto a la Plus toda agujereada por los tiros que le hemos pegado.

Ahora escoja usted lector, el final que más le apetezca. En uno de ellos estamos Catalina yo, derrotando a los paras’. En el otro, vamos a la cárcel y suena una canción de Inxs llamada By my side y se ven imágenes de Catalina y yo acurrucados en nuestras respectivas celdas, soñando que estamos uno junto al otro, abrazados. En un tercer final, logramos fugarnos de aquella balacera y vemos a Ramón llevándose la moto del garaje (buen sujeto ese Ramón, un bárbaro) y nosotros yendo en una Vespa dorada, a comprar un Macbook en la tienda de Apple y descargándolo en la sala de una casa a las afueras de la ciudad, donde vivimos cómodamente entre nuestros muebles traídos de Cali y con un patio lleno de patos y gallinas y tortugas y perros y toda suerte de pájaros ornamentales. Yo le estoy diciendo a Catalina que termine ella de desempacar el Mac nuevo, que yo debo ir a escribir. Así que le doy un beso, atrapo mi libreta de apuntes, y la Vespa, y me voy por enésima vez a la terminal de transportes, a estudiar todos esos viajeros recién desempacados de los buses intermunicipales. En el trayecto hacia la terminal, veo a Sandra entrando a uno de esos restaurantes al lado de la carretera. La reconozco con solo mirarla un instante. No ha cambiado mucho, se ve conservada. Ella no me ve a mí. Recuerdo sus palabras la última vez que hablé con ella, hace muchos años ya, después de haberle prestado un cuaderno para que se desatrasara: “usted tiene su nombre apuntado por todas las páginas, ¡Eh! ¡Qué ego, mijo!”. Después de eso nunca la volví a ver, hasta ahora. En el I-pod suena una de Andrés Calamaro, ustedes le ponen el título. Yo me quedo con ésa que dice:

MIRANDO EL RÍO/ UNA RUMBITA TE ESCRIBÍ, MIENTRAS TE ESPERABA / CON EL PECHITO INQUIETO Y ALEGRE, Y UN ANDAR DE NO SER DE ACÁ / DE AQUÍ NO ME MOVÍ / DE TU VÉRTIGO MÍO, DE TU SONRISA VERTICAL / QUÉ MISTERIOSA ES UNA ROSA DE HIROSHIMA Y LA RUMBA QUE HAY / LA RUMBA SE RÍE, NO SABE SI ES RUMBA / SERÁ UN MOMENTO NADA MÁS (DE ETERNIDAD)/ DE ÉSOS QUE ME DAS / TODOS LOS DÍAS, TODOS LOS SEGUNDOS, INFINITAMENTE, LA ALEGRÍA DE VIVIR EL SENTIDO QUE DA LA VIDA EL VIVIR CONTIGO / EN EL CIELO, EN EL SUELO, EN CADA UNA DE TUS COSAS / EN EL CIELO, EN EL SUELO, EN CADA UNA DE TUS COSAS /LA RUMBA SE RÍE, NO SABE SI ES RUMBA / SERÁ UN MOMENTO NADA MÁS (DE ETERNIDAD)/ DE ÉSOS QUE ME DAS / TODOS LOS DÍAS, TODOS LOS SEGUNDOS, INFINITAMENTE, LA ALEGRÍA DE VIVIR EL SENTIDO QUE DA LA VIDA EL VIVIR CONTIGO / EN EL CIELO, EN EL SUELO, EN CADA UNA DE TUS COSAS.
FIN

Capítulo 12

El esquema general de “Hora 20” es lo que en términos políticos podría denominarse “bisutería informal”. Un espacio de debates donde los panelistas no van a debatir, sino a exhibir posiciones políticas predeterminadas desde tiempos inmemoriales, inmóviles como rocas prehistóricas. Primero, una introducción periodística de media hora, que consiste en los titulares; o sea: la mención de las noticias más importantes del día. Luego comerciales y luego el debate entre voces autorizadas de la nación, sobre algún tema del día. Simple y agradable. Entretenido y inofensivo, como las cosas más profundas de la vida. Además radial; con esa extraña capacidad que tiene la radio de penetrar hasta los rincones más remotos de cualquier inframundo. Ahí va la amplitud modulada, rebotando entre las paredes, viajando sobre las casas de la ciudad, que en el crepúsculo son como pequeños incendios cuando se miran a la distancia: brillando sobre las montañas grisáceas. Grandes leones marinos, como dinosaurios dormidos echados sobre las playas, mientras este atardecer azulado prende sus barcos de luces rojas sobre algún mar.

Mi esposa y yo somos una tribu formada por dos personas. A ella le gusta el cine en todas sus presentaciones y a mí me gusta más la radio. Aunque a ambos nos gusta la televisión también, y los periódicos, y los libros, y los supermercados y los bares, y los centros comerciales, y esos churros de azúcar que venden en la playa con Maracaibo y aquellos jugos de zanahoria con naranja de las tiendas naturistas, pero no tanto porque mi esposa y yo ahora estamos en una etapa de mistificación. Supongo que vos tenés que hacer ciertas cosas cuando sos de los que creciste con inquietudes más espirituales que materiales. Y eso no se puede esquivar, por mucho que lo hayás aplazado. Hay un punto de la vida en que las cervezas ya no entran y sentís que los zombies te muerden y que los cerdos y las ratas gustan de revolcarse más en el fango. Entonces empezás a abrir ventanas y puertas que antes estaban cerradas, y a cerrar las que antes estaban abiertas, y a buscar la salida al patio antes que la salida de la calle, porque el asunto es de búsqueda y esa búsqueda bien podía ser entorpecida por cosas como la fama o por regalos divinos que a la largo pueden ser tan contraproducentes como el talento, por ejemplo. Especialmente si tratas de sobrevivir en momentos históricos como éste o si sos de esos a quienes les gusta salir a pasear por calles donde corrés el riesgo de ser mordido por uno de esos zombies que salen en las películas de Víctor Gaviria o por uno de los otros también. Entonces te preguntás por esas cosas que te pueden acercar más a Dios y es probable que en ese camino terminés viviendo por largas temporadas en el inframundo. Pero, si sucede entre dos, date por afortunado.

Hoy mi esposa y yo vivimos en una pieza con una ventana, con cortinas que recogemos por la mañana, luego de la ducha. Casi no podemos movernos de lo pequeña que es, pero tenemos un escritorio y patos y gallinas y una huerta.

Es extraño. Toda esa gente que me reconoce por la calle me llama por mi nombre y me escupe y me pide autógrafos y me solicitan que les envíe mis escritos; esa gente no se imagina que sos un simple tipo en retirada, que ahora vive lo mas austero posible, con una esposa que en los 90’s siempre pasaba de largo por el restaurante “Andrés Carne de Res” y que trata de entenderlo todo cuando tu casera te amenaza de muerte y cuando un par de travestis se zanjan en sendas peleas de cuchillo, y de aguardiente, y de sangre al amanecer.

¿Qué pasa entonces cuando un terrícola de inclinaciones artísticas se frustra? Pues simplemente sale desesperadamente en busca del poder con mayúscula, o en su defecto, de cualquier tipo de poder. Esa es la especie de vacío que puede dejar el arte cuando se asume de manera inadecuada.

En la época moderna, tiendes a creer erróneamente que el dinero o la popularidad y la fama, o la fama que te puede producir el dinero, podrían hacer las veces de sustitutos de ese arte abandonado. Tal vez por ello, cada vez es más recurrente ver tipos y tipas tratando de tener éxito con temas culturales, a través del poder. La cultura de alguna manera se ha convertido en el pasaporte social para los inútiles de la familia.

Sin embargo, hablás con ellos y te enterás de que el vacío nunca se llenó. Triunfaron, hicieron dinero, salieron en titulares de prensa, pero se frustraron igual. Al final, les preguntás cual fue su idea del arte cuando quisieron intentarlo y por lo general sus respuestas terminan relacionadas con el éxito, la fama y la popularidad, pero muy poco con el arte mismo. Puedes intentar esto en casa, pero nunca con verdaderos artistas. Por favor hacer la prueba con funcionarios públicos, profesores universitarios y dueños de medios de comunicación.

Claro que no todos de quienes ostentan el poder provienen del planeta de los artistas frustrados. Ahora bien; hacés la prueba con los artistas auténticos que nunca se frustraron y que probaron las mieles de la gloria y que salen en la televisión y te das cuenta de que el único tema que quieren tocar es el arte. Mejor dicho, nunca intentes hacer esto en casa. Las personas que aparecen en esta historia, son personas profesionales, debidamente entrenadas para los trucos mostrados.

Era una típica tarde medellinense. Los niños corriendo entre macetas y flores. Brisa primaveral. Una larga fila en helados “Mimos”; ancianas y ancianos siendo sacados a pasear por sus hijos y nietas. Todo perfecto. Catalina y yo sentados en una de las banquitas del centro comercial San Diego. Catalina y yo sentados en una tienda de esquina en el barrio Los Colores. Catalina y yo comiendo cono en el barrio Buenos Aires. Catalina y yo comprando fresas con crema en la vía “Las Palmas”. Catalina y yo cerveceando en Carlos E. Restrepo. Catalina y yo tardeando en las mangas de La Villa. Catalina y yo entrando a cine en el Carrefour de la 65. Catalina y yo mercando en uno de esos graneros de Campo Amor, con un aviso de “Carnes Frías Zenú” en la fachada.

Estamos, pues, Catalina y yo frente a una de esas vitrinas de San Diego. Si miras hacia arriba, puedes leer la palabra “Leonisa”. Más abajo del aviso: “Cuerpo de mujer (latina)”, y más abajo, uno de esos afiches silueteados con la imagen de una mujer en ropa interior. Lo curioso es que esta mujer está mandando a callar a la cámara que la fotografió y subliminalmente la acompaña un texto que reza: “La mujer latina tiene secretos: aumento, control, reducción”. Para entonces, yo ya llevo varios días preguntándome por qué las mujeres en esta ciudad no usan falda regularmente, ni mucho menos vestidos. Y entonces me doy a la tarea de contar las mujeres con falda entre las transeúntes de San Diego. Aparte de Catalina, a quien no le da miedo sacar a relucir uno de sus vestidos traídos de NY, cuento una mujer y media con falda, entre varios centenares de ellas. Digamos que en el transcurso de hora y quince minutos aproximadamente. Digo mujer y media, porque una de ellas es una niña de 9 años de edad aproximadamente. La otra, trae una falda que consiste en un trapo blanco desmechado en las puntas y que le sube hasta 3 cuartos de muslo. Por tanto no cuenta, pues se me olvidaba aclarar que las minifaldas no me clasifican. Así que una minifalda sumada a una niña de 9 años, dan como resultado una mujer y media, más o menos.

Así que nos dirigimos al parqueadero, le damos un par de monedas al cuidador, sacamos los chalecos y tomamos nuestra Plus, la prendemos y nos dirigimos al centro de la ciudad, derecho por la avenida El Poblado y luego por la calle del Huevo y luego El Palo, hasta parcharnos en las sillas de la arepería “El Periodista”. Pedimos una arepa y unas salchipapas, y dos empanadas para picar mientras nos sirven todo, y luego una Sprite para compartirla entre los dos. Pero es entonces cuando se nos acercan dos zombies, y una rata trepadora, y nos piden plata los zombies, y me trata de poner conversación la rata, y Catalina y yo hacemos caso omiso, y es entonces cuando somos atacados. La rata me muerde en el cuello y uno de los zombies muerde a Catalina en la pantorrilla. Y es entonces cuando entiendo por qué las mujeres en Medellín nunca se ponen falda y viven todo el tiempo en bluyines.

En Medellín no hay escapatoria. Si caminas por las calles te pueden morder los zombies y si vas a los bares o a las universidades te pueden atacar las ratas trepadoras. Las hay arriba tanto como abajo. Pero éstas generalmente provienen de la clase media paisa y siempre están metidas en algún rollo de drogas o alcoholismo o poder. Son igual de peligrosas que cualquier paramilitar o desplazado o vendedor de drogas porque son más inteligentes y han recibido mejor educación, pero están enfermas por el ansia de primar, igual. Se te cuelan por entre los pantalones y se te pueden subir por el cuerpo y clavarte sus dientes en la yugular. Son temibles las ratas trepadoras. Venite a Medellín y de-una las reconocerás. Por eso Catalina y yo preferimos andar en moto todo el tiempo. Una moto siempre te garantiza movilidad y te queda mucho más fácil ponerte a salvo de los zombies y de las ratas trepadoras. Sobre todo los viernes en la noche, cuando salen desesperadas a buscar víctimas y a patrullar.

La verdad es que Catalina y yo siempre hemos sido una pareja de esposos consentidos. Nunca nos tocó trabajar hasta muy entrados en los treintas y mucho después de haber coronado la universidad. También sufrimos de esa terrible incapacidad para identificarnos con las cosas del país, y ya se sabe que una persona sin identidad es una persona débil. Una persona sin identidad es una persona sin voces en la ciudad; y sin imágenes que la representen. Personas sin identidad son personas con pocas cosas en su entorno que les llene el espíritu de ánimo, a no ser que sean los típicos azules limpios del cielo y toda esa gama de verdes en las montañas de Colombia y esos patacones con guacamole y queso de la Universidad de Antioquia. Y ese climita primaveral del inframundo.

Total, aquí estamos Catalina y yo vulnerables frente a estas superficies especulares que no nos reflejan, tomándole fotos a unas imágenes que queremos retener pero que se nos escapan, deseando que algún día los aromas y la música del lugar toquen nuestros espíritus o que por lo menos la vida paisa se parezca un poco a esas canciones de Cámara F.M., la emisora de la Cámara de Comercio de Medellín.

Aunque, debo decirlo, ya antes hemos hecho el intento. En Nueva York íbamos a los bares de salsa, forzando algún tipo de entretenimiento; examinábamos con juicio los nuevos lanzamientos de Juanes y de Shakira, llorábamos escuchando Las voces del secuestro y La noche de la libertad y nos reíamos a las carcajadas con La Luciérnaga y poníamos el “faltan 5 pa’ las doce” los 31 de diciembre; y leíamos biografías noticiosas del Joe Arroyo y del Cacique de la Junta, pero nada. Todo era inútil: no lográbamos conectar. Hoy, en cambio, nos pasamos buscando desesperados alguna señal de humo entre las líneas de la Rolling-Stone-Colombia o saltando canales en la televisión por cable.

• Anoche soñé con una compañera de la universidad –le digo a Catalina mientras hojeamos unas revistas de Soho en la biblioteca de Comfenalco.

Desde que “El Bebé”, nuestro Macbook, se descompuso, venimos un par de veces a la semana a pedir turnos de internet, en la sede de la Avenida La Playa y Catalina es una de esas esposas a las que vos podés confiarle tus sueños y pesadillas con otras mujeres.

• Qué raro. Tú casi nunca te acuerdas de tus sueños. – Me dice ella.

• Este es un sueño recurrente. Ya lo he tenido varias veces. Casi siempre estoy hablando con esta pelada.

• ¿Y qué te dice?

• No me acuerdo, pero anoche estábamos en un restaurante chino y ella me estaba contando una historia de un tipo que la había invitado a pasear en yate por las playas de Cartagena. Resulta que este man se lo pedía y ella se había devuelto para Medellín, toda ofendida, dizque porque no esperaba que el man se lo pidiera.

• ¡Ah! ¿No? Y ¿Qué esperaba pues? Se supone que si uno se va con un pretendiente a pasear, es porque va dispuesta a que el man, como mínimo, se lo pida.

• No sé. El caso es que fue raro porque, en el sueño, el man que terminaba pidiéndoselo en Cartagena era yo.

Resulta que, Catalina tanto como yo, somos como medio misóginos. Ambos nos ponemos tácitamente de acuerdo con ciertas críticas frente a ciertas salidas de las mujeres en general. Para mí, Catalina es la única mujer que prefiere el cine a la gloria. Cuando la conocí un viernes por la noche, le propuse presentarle un grupo de personajes influyentes del mundo del espectáculo en el oeste de Manhattan. Ella me dijo que prefería aquel biopic de Ian Curtis en el Angelica y me preguntó si quería acompañarla. ¡Como no enamorarse de una mujer así!

Total, nos entramos a función de 10:30, pero a ver “24 Hours Party People”, pues la boletería de “Control” ya se había mandado a guardar. Igual, a la salida, quise llevarla a un restaurante del Greenwich, pero ella me truequió la invitación por una caminata en el Seaport y un par de sánduches de Subway en las escalinatas de Union Square. Y así fue que nos conocimos.

Ahora estamos aquí en las sillas del centro comercial El Tesoro, esperando que abran la tienda de Mac, en el tercer piso. Me parece que hemos venido demasiado temprano, le digo. Si ¿no?, me dice ella. A lo lejos se escucha una ligera música ambiental, que se mezcla con el sonido de una cascada artificial y que cae en un lugar cerca, entre helechos y mayamis, y orejas de burro. A nuestra izquierda un carrusel para niños, y un tren entre un bosquecillo, y los pinos, y las nubes y los primeros clientes que llegan antes de que los locales comerciales abran las puertas.

Catalina y yo estamos desplomados. La sala de WiFi está constituida por un grupo de cómodas poltronas forradas en fino cuero, las cuales, poco a poco, te van tragando. Aquí vos empezás sentado y a los diez minutos ya estas acostado. Miro en dirección a la cascada y veo las montañas del oriente salpicadas por modernos edificios rojos, los mismos que la ciudad se encarga de mitificar, porque todos dicen que los mandó a construir Fajardo, como quienes miran una suerte de Everest artificial a punto de ser escalado y mandado a construir por un emperador egipcio. Debe ser mi arribismo, pienso.

Catalina juega con su I-pod y yo enciendo el mío. Los primeros empleados empiezan a llegar. Es muy simpático: generalmente las empleadas de estos almacenes llegan a trabajar con una bolsita de shopping en las manos, algún pequeño talego de papel que diga “Zara” o “Tenis”. Un aviso de “Calvin Klein” lleva saludándonos desde hace rato. Se dinamiza el mall: pasan los encargados de la limpieza y una yuppie con dos oficiales de la construcción y les empieza a dar unas instrucciones sobre las macetas que nos rodean y los oficiales se ponen en acción.

• Es increíble que “La Bebé” nos haya subido hasta acá – digo.

“La Bebé”, así es como le decimos a la Plus, Catalina y yo. El Macbook, 2007, en cambio, es “El Bebé” y el I- book 2002 es el bebecito y los i-pods también. “La Bebé” y “el Bebé” y “el bebecito”, esos son nuestros hijos.

• La Bebé es fuerte – me dice ella –está recién salida del hospital.

Resulta que hace poco, hemos llevado la moto al mecánico y este nos ha arrancado 60.000 mil pesos por ajustarle un par de tornillos en el motor. Difícilmente nos alcanzan nuestros ahorros para comer y nos tenemos que gastar lo que tenemos en las marañas de un mecánico diferente cada vez. Es complicado hallar un reparador honrado en el inframundo y ello no sería problema si ganáramos más y pudiéramos comprar otra bebé. Pero así están las cosas, me parece que tendré que volver a la docencia de cátedra, la cual es como una versión oficializada de la venta de confites en los buses, por lo repetitivo que se vuelven los discursos, pero creo que ni en eso podré encontrar trabajo en este país.

• Anoche soñé con que me había metido a vender drogas –le digo a Catalina.

• ¿Si? ¿Y que droga vendías?

• Una droga rara –le digo- Algo así como un potaje para recordar ciertos recuerdos.

• ¡Ah, como en “Tokio ya no nos quiere”!

• Exacto –le digo- pero en este caso es a la inversa. No es una droga para olvidar sino para recordar. La gente que se tomaba el brebaje, recordaba cosas dolorosas y se curaba.

• Mmhhh…. Dame un ejemplo.

• ¿De qué?

• ¿Qué cosas puede recordar la gente para curarse?

• No sé, texturas de la infancia, supongo.

• ¿Será que algún día llegaremos a ese punto?

• Según creo, ya hay computadores donde vos podés seleccionar tendencias genéticas específicas y potencializar las positivas y borrar las negativas. Me imagino que el próximo paso es la testa. Inventar una máquina que te ayude a borrar la mierda.

• Y a rescatar lo bacano.

• Yeah, yeah; como las drogas que yo vendo en mis sueños.

Es extraño eso de contar lo que te pasa por las noches, lo que sucedía mientras tenías la máquina apagada. A veces lo hacés sin pensar. De pronto estás desayunando con tu mujer y, antes de ponerle mantequilla a la arepa, ya estás hablando, o escuchando, de sueños; supongo que es la principal razón para tener una vida en pareja. Un acto tan fisiológico como levantarse y preparar el desayuno, se convierte en el más sagrado de los rituales que le pueda quedar a los hombres. Esas charlas mañaneras justifican los siglos de humores contradictorios, y olores y manías, que son la vida matrimonial.

Entonces, de repente suena mi Samsung, un teléfono de cincuenta mil pesos donado por la familia de Catalina. Es mi jefe. Lo leo en la pantalla, pero no se lo digo a Catalina. Catalina ni siquiera sabe que tengo un jefe. En efecto es alguien relacionado con mis escapadas a media noche, pero por ahora lo tengo bajo control. Desconecto la llamada. ¿Quién era?, me dice ella. Un man ahí, le digo. Yo sé que Catalina no se desvela demasiado por las llamadas no contestadas. Confía en mí. Le soy fiel. Cuando vos tenés un número considerable de lectores y lectoras obsesionados con tu literatura, te acostumbrás a estas cosas y aprendés a manejarlas. Me pregunto ahora, cuántos escritores frustrados me envidian todo esto: la fama y la lectura de las masas sin haberle hecho relaciones públicas a nadie; y todo este tiempo de desempleado que me queda libre y que invierto en escribir y escribir. Pero supongo que la cosa no dure. La cosa se va a fregar cuando llegue el dinero o por lo menos cuando encuentre un trabajo normal, donde el jefe no sea una máquina y donde no sea yo el que me tenga que poner mis propios horarios y mi propio sueldo.

Chilla el Samsung de nuevo. Un mensaje de texto. Mi jefe, de mi trabajo no normal, diciendo que “esta noche hay muy buen boleo”. Catalina me mira de reojo, pero yo pongo el teléfono fuera de su ángulo de visión, mientras contesto el mensaje.

Es horrible volver a un lugar que no cambia. De repente sueñas que, si te vas diez años, el paisaje va a estar modificado. Que por lo menos todos se hayan ido y no encuentres a nadie. Sueñas con un relevo generacional, eso es. Vas caminando calle abajo, tratando de establecer alguna nostalgia y de pronto salta una de esas antiguas novias ratoniles y te empieza a agradecer por todo lo que le aportaste a su vida, cuando en realidad vos sabés que lo que está intentando es beber un poco de tu fama, de tu antigua gloria que hoy no es más que un eco fantasmal de una vida que poco te importa.

• Al principio es como la marihuana o el éxtasis –me dijo mi jefe- es como aprender a pilotear una traba. Hay una primera fase en que todo se desborda.

• No debería tomarla – dije - tomé la decisión de dejar las drogas hace mucho tiempo y no a todos se nos antoja la idea de estar acordándonos de cosas.
• Es política de la casa, ya sabés.

Yo había llegado a este trabajo atendiendo uno de esos avisos clasificados que salen en los periódicos. Uno de esos trabajos tipo Amway, donde vos tenés que convertirte en el mejor consumidor de tu propio producto a ofrecer.

• Bueno, y ¿cuándo es que voy a empezar a ver la plata, viejo? Mirá, que ya van casi dos meses y nada.

• Vos sabés cómo funcionan estas ventas multinivel. Además, te la estoy poniendo fácil. Pillate que yo te estoy consiguiendo los ahijados. Si estuvieras con Herbalife, o con Avon, tendrías que salir vos mismo a conseguirlos.

• Y ¿cómo hacemos entonces para que no se me venga toda la chorrera de sueños juntos en la mañana? Mirá que tengo azotada a mi mujer hablándole como un parlanchín de cada detalle soñado. Hay días en que me acuerdo hasta de 20 o treinta sueños soñados en menos de dos horas. Mirá, llego a la casa a eso de las 3 y media de la mañana, me acuesto a las cuatro y a las 8 ya estoy hablando como un loco. Luego mi esposa me dice que me ponga a escribir y me quedo garabateando sobre mis sueños ¡Hasta cinco horas, mano! ¡Esto es enfermizo!

• Pero a la larga te cura, Willie. Ese es el punto de este negocio.

• Y quién dijo que yo quiero curarme, loco. Yo solo estoy en esto por el cheque. ¿Curarme de qué? ¿Yo no tengo nada que curar?

• Con vos no hay caso, Willie.

• Vos no tenés ni puta idea de quién soy yo. Si a eso vamos, yo te podría decir que vos sos un tumbador, porque tenés esa fama de ser la computadora más rata de la ciudad. Mmmm… Yo mejor no le sigo jalando, Javier.

• Mirá. Vamos a hacer lo siguiente: de pronto estás un poco descontrolado, porque tu reloj biológico es incompatible con la jornada nocturna. Ya ha pasado antes. Es normal que en los primeros días el potaje ataque directamente al sistema onírico, pero después, cuando se estabiliza, comienza a hacer un escaneo organizado de tus recuerdos.

• Pero a mí me encanta la noche. No me gustaría la jornada diurna.

• Date una segunda oportunidad, Willie – me dijo mi jefe. Y colgó.

Era el futuro. Había zombies por miles como los hay hoy, pero ya no mordían a nadie porque no quedaban más rastros humanos en el planeta. Yo caminaba por un sector de lo que hoy podría ser el puente peatonal a la altura de la Terminal del Norte, y había un tipo sin camisa, y descalzo, con un dedo del pie a punto de caerse. Le chilingueaba el dedo gordo o algo así.

Resulta que obviamente se trataba de uno de tantos zombies de esta ciudad y estaba vendiendo lombrices de tierra gigantes, pero fritas y las fritaba en un pequeño sartén bastante desagradable y yo le compraba un par y me las comía y no sabían tan mal aquellas lombrices de tierra, las cuales por su aspecto violeta, no eran californianas; luego llegaba Catalina y me empezaba a contar un sueño suyo, pero estábamos en casa y era un sueño donde ella y yo íbamos a un gimnasio, pero el gimnasio estaba lleno de hamacas y Catalina quería que yo la balanceara en una de ellas, pero yo no lo hacía porque tenía mucha hambre y entonces me enojaba con ella y me iba. Supongo que por el carácter excremental de estos sueños, podrían significar nacimiento o algo así. Pero no estoy seguro, y si fuera nacimiento, ¿nacimiento de que?

Fuimos con nuestro Macbook a otro lugar en el centro, porque en la Macstore del Tesoro nos pidieron una cifra absurda por arreglarlo. Ya antes nos habíamos recorrido los electrónicos de la Minorista, los Puentes, Monterrey e incluso cuanto sitio web había en el cyberespacio, pero había sido infructuoso. Se trataba de una falla en la entrada magnética del cargador. En cierta ocasión permitimos, y todo, que lo abriera el técnico de la Mac-store de la Avenida El Poblado. Nos había dicho que podría ser suciedad en la “board” y accedimos a pagarle 50 mil pesos, porque la garantía se había vencido. Tampoco funcionó. El problema seguía. Entonces volvimos a casa con un día más sin poder reparar nuestro “Bebé”. Este tipo de cosas son las que me descontrolan de países como éste. Yo daría mi testículo izquierdo por defender un país como Estados Unidos. Lo que no sucede igual con Colombia. Si hubiera mañana una guerra con Venezuela, obviamente haría mis apuestas por Chávez, quien al menos se encargó de destruir su propio país, sin eufemismos.

El asunto con las motos es que siempre tienes que avanzar hacia delante. Nunca podés poner marcha atrás, como con las decisiones y los trenes. O sea: puedes girar en círculo, cambiar tu dirección 180 grados y volver en sentido contrario, pero nunca poner reversa. Un sonido sin regresos, como pasa con los palos de escoba cuando se quiebran en dos. ¡Crack!

De repente le decís algo fuerte a tu esposa y todo lo que hacés es orar porque no se escuche el ¡Crack! Hay algunas gomas de amor que pueden enmendar la porcelana, pero siempre quedará una cicatriz invisible, por muy profesional que sea tu trabajo de restauración.

Aquel día, me dirigía a visitar un cliente que alquilaba piezas en casas de inquilinato semejantes a las casas en que nos había tocado vivir a Catalina y a mí. En esos momentos trataba de sacarme de la cabeza la idea de que iba para donde una “cliente”. Según mi jefe, el término correcto era “ahijada” y debía “ser tratada como tal”. Y si sos turista por primera vez en Medellín, y si te das un paseo por Prado Centro, de seguro vas a terminar comparando el sector con muchos otros patrimonios históricos del mundo. Si paseas por este barrio, por supuesto, te vas a encontrar con fachadas de casas dignas de llamarse fachadas con mayúscula, y con unas brisas primaverales, y unas puestas de sol, y una vista hacia la zona occidental, que te harán pensar que las tardes más hermosas del mundo se encuentran en este lugar.

Pero lo que los visitantes ocasionales nunca se imaginarían es que centenares de esas casas están habitadas por pobres almas, marginadas, miserables, excluidas del mundo. Y regentadas por administradores de calibre similar. Obviamente yo no era un turista. Hace tiempos no lo era y ésta era mi ciudad. Así que sabía lo que pasaba con los bizcochos del pueblo cuando eran adornados con gruesas capas blancas de repostería dulce. Aquella mañana, parqueé la moto debajo de un guayacán. Me bajé y toqué el timbre: y digerí más que nunca la espesa certeza de que en esta vida, a veces, siempre tienes que avanzar; nunca ir hacia atrás, y que no todo el tiempo ese avanzar significa progreso. Ese avanzar significa simplemente seguir.

Horas antes, había torcido por la calle Echeverri, me había involucrado un poco por la congestionada Avenida Oriental, evité el deprimido, y me había metido por encima, en dirección a Los Puentes, hasta caer a la 50C, doblar a la derecha y tirar por la Clínica CES, para arriba, hacia el Sur-Oriente.
Miré el reloj. Iba retrasado. La cliente en mención necesitaba unos tres frascos del bebedizo con el sello de Memoria Selectiva “Primera Calidad”.

Pero aquella casa no era la sede de su oficina, aunque seguía siendo de su propiedad. El que me atendió fue un gordo enmarañado y de malas pulgas. Aquella casa había sido convertida en otro más de sus inquilinatos. Total, le dí las gracias al gordo, me despedí y tomé de nuevo la Plus, la bajé de su gato, también recién reparado, y le dí krán según la recomendación de los expertos en Plus: 10 pataditas con el shock cerrado y con el clutch hundido; luego tres pataditas con el clutch sin hundir y al final un gran zapatazo con el shock abierto.

¡Ahí iba mi vida! Rugiendo; con el motor a todo vapor; dispuesta a ponerse en marcha y siempre hacia delante. Aquella moto había sido reparada cientos de veces; su trompa estaba arrugada fruto de unos cuantos choques; el motor cajeteado después de ir dos veces a Cali, una al departamento de Caldas y otra más a Cartagena según su antiguo dueño. Pero seguía halando igual. Una moto, como los hombres, puede ser destruida; pero nunca será derrotada. Me devolví, entonces, por una ruta alternativa, que me depositaba en la Avenida “La Playa”, a la altura del teatro Pablo Tobón Uribe. No sé porque la presencia de tanta palmera me hizo pensar en la Habana y no en California ni en Miami.

Entré al edificio. El que me abrió tenía aspecto de ex sicario o de sicario en vigencia. Tuve que seguirlo por varias rejas con candado, como quien tiene que superar varios puntos de chequeo en una cárcel norteamericana. Al final estaba allí la oficina, y muchos misterios para ver a mi cliente; tenía cara de ser la protagonista real de Rosario Tijeras, una suerte de personaje inspirador para un potencial casting de Madame Roche: vestido caro pero estrafalario, joyas de oro en la era de la plata; pelo platinado por encima de su rostro moreno; varias cirugías en cuerpo y cara, y exceso de maquillaje. Tres fortachones merodeaban la puerta, entraban y salían de vez en cuando y husmeaban detrás de la silla de la madame.
Ella quería recuperar sus recuerdos entre los cinco y los diez años de edad, de los cuales no recordaba nada. Me contó que una vez se había hecho una hipnosis con un psicoanalista francés y que había regresado hasta las primeras semanas de nacida, donde había visto a su padre violándola. Ahora quería sólo recuerdos agradables.

• Con nosotros tiene garantía, doña, de que los recuerdos todos le sean positivos y, si es persistente en el proceso, tendrá la oportunidad de ser selectiva en unas cuanta semanas.

Ni yo mismo me la creía. Llevaba casi dos meses tomando la maldita malteada y todo lo que había logrado era un montón de sueños descontrolados. La doña (ni sé por qué le estaba diciendo así; pues era joven), también quería uno de nuestros productos para olvidar algunos recuerdos de su vida como paramilitar. Decía que ahora en la vida civil, quería incorporarse en paz y con todas las de la ley a una existencia de plenitud espiritual.
• Esa tecnología todavía la tenemos en investigación –le dije- pasarán unos cuantos años antes de que la tengamos desarrollada.

Ni yo mismo sabía de donde me estaba sacando aquello. Me sentía desesperado, pues llevaba unas cuantas semanas sin vender un maldito frasco de Memoria Selectiva. Pero, igual, se cerró el trato y yo le recordé que iba a ser su padrino, si le parecía, si había quedado conforme con mi inducción. Ella aceptó con notable carencia de humildad, esa desidia propia de la casta mafiosa y selló su aprobación con un manotazo de carnicero espantando moscas en la punta de anca y en el solomito.

Yo por mi parte, me retiré de aquel edificio de dos plantas, soltando un gran resoplido de alivio y con el pie izquierdo un poco paralizado de preocupación. Siempre me pasa eso. Me empieza a temblar un pie o se me paraliza totalmente cuando algo feo se me presenta en mi vida. Me preguntaba cómo iba a ser un proceso de acompañamiento, tipo Memoria Selectiva, para una persona que quizá había masacrado gente o que había intimidado poblaciones. De alguna manera, el centro de Medellín estaba lleno de ex-paramilitares deambulando por las calles como zombies. Era a lo que yo le llamaba el inframundo. Y no exagero con el término. El centro de Medellín está lleno de muertos vivientes, con las ropas hechas jirones, caminado las calles con zapatos sin suelas, con las cuencas de los ojos hundidas, las pupilas brotadas de tanto aguantar hambre, los brazos implorantes ante el paso de la gente normal y las bocas resecas siempre a punto de morder. Ni más ni menos. De repente doblabas una esquina y te topabas con personajes cuyo aspecto te hacía pensar que las tumbas de algún cementerio se había quedado sin sus muertos.

Ahora estos zombies se habían mezclado con otros zombies que habían sido desplazados de los campos y que ahora se hacinaban en las ciudades y que trataban de sobrevivir desorientados. En efecto, Medellín no tuvo que sufrir un terremoto como el de Haití para llenarse de nigromantes. Si te ponías a hablar con alguno de ellos, te contaba su historia de participación en el conflicto y de su fracaso de reincorporación a la sociedad después de haber pagado cárcel, y de todo lo que les había fallado el gobierno.

Ahora, mientras exprimo uno de mis últimos implantes con este tipo de recuerdos, estamos Catalina y yo en el que para mí es el centro comercial más bonito de la ciudad. Y andamos esperando al próximo cliente y yo pongo de nuevo en marcha mis pensamientos y la moto nos espera en algún parqueadero cercano y todo parece ir bien y entonces pongo en marcha mi i-pod, mientras llega este escritor de la curia, corte teológico, que quiere un poco de Memoria Selectiva para recordar algunos pasajes específicos de dos años atrás.

Un caso difícil, bajo todo punto de vista; pues al potaje le cuesta trabajo obrar con la memoria inmediata si no se sabe administrar adecuadamente. Bueno, eso al menos dicen los padrinos, que dicen los manuales. Ya he dicho que a mí lo único que me produce la droga es descontrolarme lo soñado. Pero yo trato de serenarme y me focalizo en el I-pod y pongo uno de esos juegos de los Nanos cuadrados y la mente se me vuelve a ir hacia la “ahijada” ex-paramilitar y de alguna manera me siento como Santiago el protagonista de “El viejo y el mar”, el cual todo el tiempo le pide perdón a su pez, Sorry, fish; sorry, fish; por haber querido llegar tan lejos y por, en efecto, haber llegado tan lejos.
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• Demuestra lo que sabes:
• ¿La canción “Not my idea” es de 2006?
Si/No
• ¿Esta cubierta corresponde al grupo “Air”?
• A ver si aciertas: ¿“Gil” es de Ataque 77?
• ¡Así que la música es tu fuerte! A ver si aciertas con ésta: ¿Este álbum incluye el fantástico tema Karen Revisited?
• No te me relajes ahora: si la memoria no me falla, ¿esta canción es de 1987? ¿Cual de estos álbumes es de Gotan Project?
• Veámos lo que realmente sabes tú…

Me lo dijo Carlos, un médico de la Universidad de Caldas, que había estado en África con la Cruz Roja, pero que ahora disfrutaba de un apartamento en el Upper y me lo dijo Edwin, un caleño que había sido gatillero en Juanchito y que ahora tenía una vida decente en Queens como oficial de la construcción, y me lo había dicho mi madre, desde su casa muy sudada en el occidente de Medellín. “Piénselo bien” “Esto por aquí está muy jodido” “No hay empleo por ninguna parte” “Colombia no es bueno sino pa’ pasear y beber y culear” “Que tal que se vaya y se arrepienta”.

Y entonces, aquí estoy con una sobredosis de Memoria Selectiva entre mis venas, con todos aquellos terribles sueños derramados sobre mi escritorio. En uno de ellos, yo me la pasaba deambulando por el centro de Medellín buscando un bar, y había unas calles que yo nunca había recorrido y unas casas muy antiguas que databan de los cincuentas, cuando la gente confundía el construir una hacienda con diseñar una mansión. Y entonces me encontraba con un ex-paramilitar que venía de pagar “cana” en el Tolima, por homicidio y por conformación de grupos armados al margen de la ley, y el tipo llevaba diez días caminando e iba en dirección a Santuario, su pueblo natal, y me contaba su historia y yo me sentaba junto a la Clínica del Rosario, a escucharle sus fábulas en nombre de Jesús y de cómo se dejó “trabajar” el cerebro siendo un mocoso; y yo veía su vejez prematura en sus arrugas, muy marcadas por la intemperie, y el sufrimiento, y los malos recuerdos, y luego venía un vecino del sector a gritarle que no fuera a botar en la calle ni el vaso desechable de la Coca-Cola ni el empaque de las papitas Margarita que yo le había comprado. Y, así, él me decía que eso era todo el tiempo, puro rechazo de la sociedad. Pero luego yo me iba y lo dejaba hablando solo también, y el empezaba a perseguirme con una macheta, por todo aquel barrio que era un poco desconocido para mí, aunque me era familiar.

Y ahora estoy aquí, en nuestra habitación, mirando estas baratas cortinas de terlete, haciendo autofocus en unos horribles rombos vinotinto que la adornan; escribiendo al mismo tiempo sobre un escritorio que compré por 25.000 pesos en la Minorista; tratando de organizar estos otros sueños que se me han vuelto a desbordar.

Resulta que Catalina y yo vivíamos en un inquilinato, donde la dueña era una ex-paramilitar que controlaba el 80% del negocio de inquilinatos en el centro de la ciudad, digamos 80 o 100 casas. A nuestro lado vivía otro ex-paramilitar que se ganaba la vida como cobrador de un Cuenta-Gotas, uno de esos negocios en los que a vos te diligencian diez millones de pesos en menos de dos horas, pero que tenés que empezar a pagarlos al otro día, a cuenta gotas, día tras día, 200.000 pesos cada cuota, y si fallás, una sola vez, ¡olvídalo! Empieza a deshacer tus pasos, porque el cobrador hará lo suyo con su revólver y nunca habrá una segunda advertencia.

Y entonces el ex-paramilitar ahora estaba en retirada, pero todavía estaba muy caliente porque el “man”, que le “botaba camello”, no quería permitir que se retirara y le hacía la vuelta de vez en cuando ahí mismo; en la casa donde también vivía un halador de motos y un bazuquero con un travesti y un reinsertado de Manrique y un profesor de música del Pablo Tobón y un sociólogo de Comfenalco y una desplazada de Juradó y otra desplazada de Apartadó y un profesor de Educación Física de la U. de A. y un ex futbolista profesional y una caleña vacunada por la guerrilla. Y entonces, tanto Catalina como yo, y como los demás, vivíamos muy aterrados, no tanto por el ex paramilitar al que estaban persiguiendo para acostarlo, y que qué tal vez “lleváramos” nosotros también por efecto vecindad, si no también que la mancomunidad era un tanto incomoda en cuanto al desorden de los demás y el manejo de las basuras y la recolección de las platas para el gas y en cuanto a las braveadas que le tenía que meter la dueña a los inquilinos para que no fumaran dentro de la casa, pero sobre todo para que no volvieran eso un “pichadero de moscos”, y eso sin contar que los dos únicos baños que había siempre estaban ocupados y que la dueña ésta siempre rompía el candado y sacaba las cosas de la gente que no pagaba los primeros tres días, después del vencimiento, a la calle, y que la cocina también era compartida y vos nunca la encontrabas sola, siempre había alguien allí, ocupando las únicas estufas de gas.

Total, yo me sentía muy desesperado y realmente atormentado por la situación, no tanto por mí, si no por Catalina que era una mujer de muy buena crianza y de muy buena educación, pero sobre todo de muy buenos sentimientos y nobleza y casta y generosidad, lo que motivaba que yo terminara llorando y gritando al final del sueño, porque pensaba que ni Catalina, ni nadie, se merecía tal situación, aunque yo por jugar un poco al estilo-de vida-Bukowski- sí me podía aguantar y porque la vida puede ser todo, menos un juego.

De ese modo, me despierto babeando mi libreta de apuntes. Es una casa muy similar a la del sueño, pero no viven personajes tan decadentes. Aquí todos son estudiantes universitarios y profesores. Aunque, igual, es un inquilinato y Catalina y yo tenemos que compartir una pieza de dos por tres, mientras a mí me confirman un trabajo como profesor, ese tipo de trabajo que a la postre se convierte en lo más parecido a la venta de confites en los buses.

Ni Cata ni yo tenemos necesidad de hacer esto; pero lo hacemos igual. Puede sonar a grito de libertad adolescente, vivir lo más independientemente posible de nuestras familias, pues ya he dicho antes que siempre hemos sido unos hijos de papi y mami, y no queremos serlo más.

Y todo parece indicar también que Estados Unidos nos mal acostumbró. Éramos tan felices allá, tan lejos de todo, que aquí estamos probando, hasta donde es posible, serlo igual, en este Colombia donde todo el mundo quiere meter las narices en la vida de todo el mundo. Aunque, tanto los padres de ella, como los míos, han sido de lo más respetuosos y colaborativos.
Un grito de independencia. No creemos que sea mucho pedir. Ya lo hemos hablado Catalina y yo. La veo dormir a mi lado y me enternezco. ¡Ha hecho tantas cosas por mí y he hecho tantas cosas por ella! Tiene su pijama blanca de manchitas tipo vaquita y en efecto una clarabella dibujada a la altura del estómago. Es aficionada a las vacas Catalina, y tiene una colección de ellas en todo tipo de representaciones. Obviamente su colección, y muchas otras de nuestras cosas, no las podemos llevar con nosotros hasta que no tengamos un lugar más amplio. Se despierta y me mira escribir. Te oí gritar, me dice, estabas dormido sobre el escritorio. Y entonces le cuento el sueño y le digo que no se merece acompañarme en esta aventura de una Medellín enferma. Le acaricio la cabeza, trato de componer su cobija, apago el I-pod y Paul McCartney se manda a guardar. Catalina me sonríe y dice que todo es temporal y que por ahora ella lo está disfrutando; que no sufre. Y yo me pregunto hasta cuándo hará gala de tanta fortaleza. I’m sorry, fish; ¡Perdóname por tratar de llegar tan lejos! Gracias por no despertarme, le digo a Catalina.
Ya ni me acuerdo cómo conocí a Catalina. O mejor dicho, sí, pero a veces se me confunde con otros recuerdos que le he encargado a la compañía, pero la compañía no ha sabido programarlos adecuadamente, por aquello de que por estos días estamos lanzando este nuevo producto de las “feromonas a domicilio”.

En una de estas versiones, contenidas en Implantes “B”, estamos Catalina y yo sentados en las escalinatas de Union Square, pero no puedo escuchar lo que hablamos. Es como una de esas series gringas que uno veía en los televisores a blanco y negro, de los 70’s, y vos tenías que golpear el aparato porque de repente éste se quedaba sin audio. Así, más o menos, es el paquete de Recuerdos Implantados que tuve que pedir a la compañía. A veces unos vienen sin audio y a veces otros vienen borrosos, como los malos recuerdos de verdad, o sea: me refiero a los originales.

A ciencia cierta, la verdad es que este programa de Recuerdos Implantados es el más deficiente de todo el departamento de ventas. Existen rumores en los pasillos. Incluso se dice que Recuerdos Implantados es una especie de plan B, ante los errores del potaje, pero que ni el uno ni el otro dan los resultados ofrecidos. Muchos de los compañeros más antiguos aseveran historias terribles, muy a pesar de que a nosotros no se nos permite el negativismo. Bueno, al menos el 90% del adiestramiento va encaminado a reprogramar nuestro intrínseco fatalismo colombiano. Nos tratan de cambiar la idea ésta, permanente, de que la vida siempre nos va a fallar y lo cierto es que muchos lo llevamos muy bien, a pesar de los rumores, repito.

Pero lo que sucedió, en realidad, fue así. Fui a hablar seriamente con mi jefe. Le dije que mis sueños cada día se estaban descontrolando más y que, de recuerdos, éstos ya no parecían tener nada. Le dije que eran un montón de montajes dadaístas ahí. El hombrecito se río. Debo decir que mi jefe tiene una manera extraña de reír, y de vestirse y de caminar, porque mi jefe en realidad es un robot. Bueno, no un robot–robot. Es un robot mitad computadora. O una computadora mitad robot. O ni una cosa ni la otra, pero tiene esa manera extraña de reírse. Su risa más bien es un par de labios pixelazos, flotando en el aire, y no camina sino que se desplaza en bandas rodantes como las de los tanques de guerra y sus ropas son absurdos hologramas inspirados en el primer diseño pillado en internet.

Entonces, ya podrán imaginarse a lo que me enfrento yo, cuando decido hablar, cara a cara, con mi jefe. Por eso prefiero hablar con él por teléfono. Total, le dije que yo no podría seguir haciendo mi trabajo si yo mismo no confiaba en mi producto, si no lo asumía y si no me enamoraba de él. Que el potaje había sido un rotundo fracaso en mí y que sólo lograba despertar sueños salvajes al amanecer. Pero que de recuerdos nada. Cero pollito rayado. Los labios flotantes, entonces, sonrieron de nuevo y me mostraron su blanca dentadura en formato holograma, y trataron de tranquilizarme, diciendo que la compañía me iba a mandar un paquete de Recuerdos Implantados. Que lo esperara en mi dirección del inframundo y que eso iba a ser santo remedio.

De paso, mi jefe me dio un par de palmaditas en la espalda con su único brazo robotizado y terminó de consolarme anunciando que yo iba a ser el primer vendedor afortunado de experimentar con el programa piloto de Feromonas a Domicilio.
La carta decía lo siguiente, más o menos: “Nos permitimos informarle que el siguiente paquete de Recuerdos Implantados son una derivación de la información genética proporcionada por usted, al momento de registro con nuestra compañía. Por favor disfrútelos y disfrute de nuestro regalo de temporada. Cordialmente…”

A las feromonas ni siquiera las miré. Lo que sí hice fue darme inmediatamente un shot de Recuerdos Implantados y entonces aquí estoy, en el parque de Envigado, observando los cactus y el cielo, y los árboles, esperando que se me organicen los sueños y los recuerdos. He llamado tres veces a la compañía, pero ellos me dicen que tenga paciencia y que por favor sepa entender el momento coyuntural, por causa del nuevo lanzamiento del departamento de Feromonas a Domicilio.

Miro hacia un costado y veo un letrero de GANA, un poco inclinado hacia arriba. Las letras “A” son verdes, pero una de ellas, la “A”, entre la “G” y la “N”, es un poco más clara; como verde rila de pajarito, mientras que el otro verde es verde oscuro, verde rila de gallina, o verde policía si se quiere, verde Castalia.

Me pregunto qué significará todo aquello. Entonces me pongo a escribir. Luego fijo la mirada en un cartel naranja fosforescente que dice: “minutos celular $200”. Tampoco entiendo nada. Y sigo escribiendo. A mi lado se encuentra Catalina, quien se ha dignado a acompañarme hasta aquí. Le he dicho que hemos venido por una plata que me va a prestar un amigo, pero es mentira. Ella, igual que yo, anda muy preocupada.
La bebé esta solita, me dice ella.
Se refiere a nuestra moto, la cual a esta hora disfruta del parqueadero, en el parque, para ella sola. Tal vez más tarde vengan otras motos y llenen el parque.
La bebé esta solita, le digo yo, pero está feliz porque ya comió, vuelvo a decir.
Me refiero a que ya le hemos podido echar $5000 de gasolina. Ese es nuestro código cifrado entre Catalina y yo. Nuestros computadores y nuestra moto y nuestros i-pods, y nuestras cámaras, no se recargan como todos los aparatos que funcionan con batería y con gasolina. Nuestros aparatos son como bebés, y comen.
En otra versión de estos recuerdos, estamos ella y yo, viajando en un tren de Nueva York y ella me está diciendo que su género de cine favorito es el Realismo Social y, entonces, yo me enamoro más, porque no todos los días se encuentra una mujer que sepa de géneros cinematográficos y que precisamente le guste un género que vos respetás. Pero yo no me quedo muy seguro si este recuerdo data de la forma en que nos conocimos y, entonces, lo descarto, aunque el manual de uso, que vino dentro del empaque, decía:
“Recuerdos correspondientes a la forma en que usted conoció a su esposa”, pero yo, repito, no estoy muy seguro. Más bien lo dudo mucho.
Sigo escribiendo en el parque de Envigado y, cuando levanto la vista, Catalina me ha estado acariciando la cabeza y entonces veo venir a uno de los mensajeros de la compañía, con una caja en la mano, y es entonces cuando pienso en gaviotas al amanecer, rayando el cielo de una bahía en Nueva York, y en otras miles de imágenes que escaneo en un segundo y es entonces cuando pienso y temo, que ya no recuerdo.
• ¿Cómo hacés para olvidarte tan fácil de las cosas? –le digo a Catalina.

Pero sé también que se trata de un sueño. Que la pregunta no es real; aunque sí lo es, en cierta medida, porque a Catalina no parece asaltarla demasiado los recuerdos. A veces me veo soltándole datos de asuntos triviales, los cuales le tengo que repetir varias veces en diferentes épocas, pero yo creo que ella deja que esto pase porque no le gusta interrumpir a sus interlocutores una vez éstos hayan arrancado a hablar. Catalina es una de esas personas que no le gusta quitarle la palabra a nadie.

• Nunca las recuerdo. Yo siempre las sueño - me dice ella.

Catalina es muy buena conversadora y no es para nada una de esas personas a las que les gusta dejar con la palabra en la boca a nadie. Le gusta escuchar a Catalina, y por tanto practicar el arte de la interlocución.

Hablando de cosas y de sueños, y de recuerdos mismos, me acuerdo que debo poner a descongelar un paquete de Recuerdos Implantados para los clientes de la mañana. Hay tardes en las que me pongo a escribir y el tiempo se me pasa lo suficientemente rápido como para olvidarme de que tengo un empleo: en el que tengo que ayudarle a la gente... que se acuerden de cosas. Paradójico ¿no?

Pero también es hora de celebrar. Es la primera vez en mucho tiempo que Catalina y yo tenemos un sitio con ventana y este es un hecho menos trivial de lo que aparenta ser. Las ventanas de alguna manera han salvado nuestra vida tanto como se la han salvado a la mayoría de los homo sapiens. Las ventanas están aquí y han llegado para quedarse. Mi ventana actual tiene 3 alerones y esta dividida en 8 fragmentos, enmarcados en cuadrantes de madera como los de las casas viejas, y debidamente cubiertos por sus respectivos vidrios transparentes, un poco manchados, que miran al patio.

Pero antes de esas ventanas, como ya dije, hubo otras ventanas y después han venido otras épocas, muy duras, por demás, en las que me las he tenido que arreglar sin ellas.

Una ventana es algo muy importante en la vida de una persona. Mi primera ventana, como para mucha gente de mi generación, fue un televisor. Luego del televisor, vino el cine, y después del cine, fueron los computadores y entonces fue ahí donde se salvó la patria. Ya se sabe. Antes de los televisores, el hombre estaba solo en el mundo. Los curas habían fallado, los psicólogos habían fallado y la gente había demostrado su total capacidad para herirte y decepcionarte y hacerte sentir como un ser poco digno de amor.

En lo personal, yo tuve que irme hasta Nueva York para dimensionar el estado de soledad en la que estábamos los hombres. Fue allí donde verdaderamente entendí el valor de la soledad. En aquella ciudad todo el mundo andaba solo y Nueva York de alguna manera es el epítome de todas las ciudades del mundo; o sea: sitios con un montón de gente sola.

Entonces, allí, en Nueva York, me encontré con varias almas que por un tiempo quisieron compartir su soledad conmigo y la mía con el de ellas y era algo que se disfrutaba mientras duraba. En Nueva York aprendí que la soledad, cuando no es soledad, se convierte a lo máximo en una compañía de dos. Nunca de tres o más. A Nueva York le tengo que agradecer eso. Es una ciudad donde se le resta carga emocional a las manadas y se le suma valor a la pareja. Si caminas por Manhattan, ves que el mundo es una Coca-cola para beber entre dos y que las asociaciones no están en este siglo por hacer amigos, sino contactos; y que las personas están en este planeta para ser populares o famosas o a lo sumo prestigiosos, pero que ello no tiene nada que ver con una vida llena de significado, aunque sí lo sea de oportunidad de negocios y que ser popular o famoso o prestigioso o respetable es algo muy distinto a no estar solo o a que alguien quiera compartir sus problemas. O sea, tanto a oírlos como a contarlos.

Antes de NY y de las ventanas, yo era uno de esos soñadores. Yo era de los que creía que la gente quería compartir sus problemas. Entonces me dañaron. Nadie quería eso. Mejor dicho, muy poca gente quiere sincerarse, porque lo ven como un suicidio social y tratan como tal, como a suicidas autodestructivos, a quienes quieren abrirse; nadie quiere ponerse en escena a sí misma a no ser que sea con un cura o con un psicólogo o con una pantalla de por medio y tal vez cuando ya es demasiado tarde, cuando ya no se puede más; cuando se llega a un estado fronterizo y se siente que es imposible seguir fingiendo.

La mayoría de gente que conozco ha querido nada más que agradarle a la tribuna. Pasan por un espejo y saludan como si aquella persona reflejada se tratara de otra persona distinta a ellos. Entonces una vez entendido esto, yo también una vez me olvidé de hacer amigos, y empecé a trabajar para la tribuna. Dejar de lado lo que yo mismo pudiera pensar de mí. La moral kistch; una ética esnob del Qué-Dirán-? Bueno, el truco consiste en simular que se es muy sociable, también simulé mucho que hacía amigos, porque eso también hace parte del paquete. Puede dar buenos dividendos laborales a largo plazo. Y a veces, en el camino, también se corre con la fortuna de dejar enredado entre los alambres de púas a algún amigo verdadero.

Total, cierto día en Nueva York, a Catalina y a mí nos pasó lo mismo que me había pasado a mí en el inframundo: habíamos tomado la decisión de ser dos solitarios más en el mundo, pero la gente no nos dejó. Las ventanas nos habían atrapado; las ventanas volvieron irreal lo real y lo volvieron todo un juego, un juego muy divertido; pero ya era demasiado tarde. Todos quisieron palpar el mito, hacer de carne y hueso lo que hasta ahora era un rumor, una firma en el viento. Ya no estábamos solos cuando de verdad queríamos estarlo. Ya luego tuvimos esas ventanas de nuestros Macs que miraban al Myspace y al Facebook y al Gmail y antes ya habíamos descubierto esas ventanas que miraban al Suspenso y al periodismo del corazón y al Neorrealismo y yo ya sentí que no necesitaba ir a la tienda de la esquina para buscar a esa “gente que quisiera poner en escena sus demonios porque ni un cura ni un psiquiatra ni un televisor les habían bastado”, para darse cuenta de que sus propias tragedias personales eran una canción de cuna en comparación con los dramas de los demás.

¿Cómo sabés cuándo un recuerdo se trata de un recuerdo y no de un sueño y viceversa? Esa es una pregunta que flota en el aire y que yo sencillamente no estoy en posición de responderla. Me la hizo en días pasados mi cliente teólogo de la curia y yo estoy aquí mirando a través de una ventana tratando de respondérmela, para respondérsela a él. “Los sueños tienen diferentes niveles de realidad”, le dije, “son absurdos; tienen su propia lógica extraña y son surreales, podés viajar en el tiempo y teletransportarte, cambiar de lugar como por arte de magia; en cambio, los recuerdos son coherentes y tienen una cronología lógica”, acabé de comentar, para salir del paso, pues tenía una cita con Lucía, mi cliente exparamilitar que administra un grupo de casas en Prado Centro. Pero no creo que Felipe, el teólogo, ni yo, nos comamos el cuento de la coherencia y de la lógica esa.

Para mí, los sueños, si me preguntan, son estas gotas de lluvia que se deslizan por las hojas de los árboles y por las celosías de las casas después de llover y que luego se estrellan contra el piso. También las caminatas por un pasto amarillo en el verano y los charcos de guayacanes amarillos sobre el pavimento que dejan los árboles de Medellín, ésos son los sueños. Y los recuerdos, no lo sé; hace tiempos no tengo ninguno. Un calcetín verde, quizás. Pero no creo que sea una respuesta muy sólida para un teólogo que tuvo que haberse leído todos los libros de psicoanálisis, y de lingüística, para poder tener argumentos y defender su fe en cuanto a la existencia de Dios. No lo sé, yo solo soy un tipo que quiere llevar su motocicleta al taller y poder trabajar de nuevo en su Machintosh y, de vez en cuando, mirar a través de la ventana, hacia el patio lleno de begonias y de ropas al sol; y garabatear dos o tres frases en mi libreta de apuntes y prender la radio y escuchar Radiónica y, acaso, poder cuidar a su mujer, eso es todo.

Todo ocurrió de la siguiente manera. Al Llegar, vi el aviso en una de esas publicaciones que reparten en las urbanizaciones de estratos altos, ésas que traen publicidad de Carrefour, del Éxito y esas cosas. En aquellos días, Catalina y yo vivíamos en Cali. Fue allí donde llegamos, luego de nuestro periplo por Estados Unidos y de alguna manera nos sentíamos alegres de volver y cómodos y confortables y rodeados y muy bienvenidos. Todavía estábamos en los Gozosos. No acabábamos de caer en la realidad de querer al país desde lejos en contraposición a lo que significa tener que vivirlo, y sufrirlo, en carne propia. De alguna manera, cuando estás lejos, Colombia se convierte en algo parecido a todos esos productos artificiales que uno ve en la televisión, en una divertida película de guerra que uno puede sacar de circulación con solo apretar el switche.

Así que ahí estábamos nosotros, en nuestros primeros meses de retorno. Tumbados junto a la piscina, gastando dólares cómodamente y leyendo cupones de promoción en folletines publicitarios. No irían a pasar muchos meses antes de descubrir que Colombia y sus guerras eran algo más que real. Colombia y sus guerras eran algo personal.

El cupón decía que en Medellín se había abierto la primera clínica de “Reemplazo de Identidades”, la cual había encontrado la viabilidad legal y científica de borrar tus “registros tendenciosos al interior del inconsciente colectivo”. Se trababa de un mecanismo social que había buscado el gobierno para, de una vez por todas, pasar la página de la guerra y proyectarnos hacia el futuro. De seguro la política de gobierno había surgido en unas de esas planeaciones por escenarios que tanto se usan en los gabinetes, pensé.

En todo caso, decían que vos entrabas a la clínica siendo uno y salías siendo el mismo, pero con “la imagen social” cambiada, lo cual me venía como anillo al dedo, pues yo andaba bastante repodrido de que las voces de esta ciudad me usaran como punto de referencia, esa otra mala facha que reviste el problema de ser famoso.

Resulta que, de un recuerdo al otro, sentí que todos esos cocainómanos, administradores de dineros públicos, columnistas con voz, críticos, bloggers, artistas en ciernes y lagartos emergentes, como que quisieron entablar un diálogo conmigo. No podía decir ninguna pelotudez en público porque ya todos se lo estaban tomando a pecho, y ni siquiera esperaban a que se desvaneciera el crepuscular resplandor de la tarde para publicar sus grandes titulares con frases que yo había pronunciado, pero dándoles la vuelta. Era un hijo de puta muy chocante enamoramiento a la inversa. Como si todos, no solo en Medellín sino en todo Colombia, estuvieran desesperados por ganar un contradictor de colorido pop. Alguien que hubiera iluminado el cielo de sus oscuras y nebulosas noches, sin necesidad de despegar siquiera un poco los pies de la tierra.

Total, luego de haber sufrido aquel maremágnum de fama, lo primero que hice fue meterme a la bendita clínica y gastarme los últimos dólares que nos quedaban. En aquel momento pensé que era una buena salida para la encerrona de alto perfil en la que me encontraba; fiestas, entrevistas, habladurías, recelos, reproches y todas esas demás desagradables cuentas pendientes de un lugar que te pertenece, pero que se había traspapelado en algún quisquilloso resquicio del tiempo. Si algo había soñado con enjundia, había sido volver a la ciudad de mis amores de una manera totalmente anónima.

Y la cosa funcionó. No recuerdo bien los hechos subsiguientes a mi salida de la clínica, porque los linderos de Recuerdos Implantados a veces tienden a difuminarse, pero el hecho es que aquí estoy, en el inframundo, sentado en un bar viendo a los mismos activistas de siempre, pero ahora con poder político-administrativo, todos pegados de una raya de perico, siendo celebrados por los mismos zombies y las mismas ratas trepadoras de los medios, que no obstante se han arrastrado por las calles del inframundo desde tiempos inmemoriales. Creo querer pensar que ésta es la consecuencia directa más importante a la salida de aquella clínica, pero tendré que pedir otro paquete mejorado de Recuerdos Implantados para establecer mejor los detalles.

Imaginarse lo que es caer en el inframundo, enlodarse en él, revolcarse en la mierda oscura que su ecosistema implica. Rebajar el discurso a la estatura moral de sus personajes más emblemáticos y, en general, a la bajeza de todos su habitantes. Todo por causa de no bancarse más la hipocresía de ese otro inframundo que es la fama, pero viéndola vos parado de cabezas, un poco patas arriba. O sea: si se le da la vuelta y si se mira al revés: claro que la fama resulta siendo otro inframundo más sofisticado si se quiere. No hablemos aquí de popularidad, como ya dije antes, pues pertenece a otra esfera, a la esfera de los nobles ideales, a la del novelista que logró descubrir la verdades eternas, las sutilezas más trascendentales de la condición humana.

La popularidad pertenece a esa escurridiza y mojada afición de deslizarse a lo largo de las superficies acuosas, montado sobre la tabla de surfing de los mares más rojos. Como pasó con los pueblos de Israél, cuando Jehová los echó y los despojó de sus tierras. Pero eso es demasiado pedir. Si la cresta de las olas hubiera sido destinada para el hombre, al menos una nación se hubiera ido a vivir al océano más cercano. Popularidad, fama y anonimato, en todo caso, son cosas de los hombres y nunca de Dios. Pobrecito Dios. Tener que ser y no estar. Cansado de hacer cambio de luces en la curva más oscura del lugar. Meterse a un clínica, salir igual, pero a otro lugar. Una clínica psíquica que no te cambia nada a vos, pero que lo cambia todo afuera. Y vos con la gaveta de la moto llena de estopas muy engrasadas, de tanto limpiar las bajas pasiones de los días de esta ciudad. Días un poco lluviosos por las tardes, cuando el diesel del corazón se ha secado. Y estaciones de gasolina quietas en desiertos ondulados, por donde tu Plus siempre presenta problemas con el terreno, porque algo le falla en el motor. Tiene problemas con las montañas tu moto, aunque, con las bajadas y la topografía plana, todo bien. Habrá que llevarla al mecánico otra vez.