19.6.10

Capítulo 12

El esquema general de “Hora 20” es lo que en términos políticos podría denominarse “bisutería informal”. Un espacio de debates donde los panelistas no van a debatir, sino a exhibir posiciones políticas predeterminadas desde tiempos inmemoriales, inmóviles como rocas prehistóricas. Primero, una introducción periodística de media hora, que consiste en los titulares; o sea: la mención de las noticias más importantes del día. Luego comerciales y luego el debate entre voces autorizadas de la nación, sobre algún tema del día. Simple y agradable. Entretenido y inofensivo, como las cosas más profundas de la vida. Además radial; con esa extraña capacidad que tiene la radio de penetrar hasta los rincones más remotos de cualquier inframundo. Ahí va la amplitud modulada, rebotando entre las paredes, viajando sobre las casas de la ciudad, que en el crepúsculo son como pequeños incendios cuando se miran a la distancia: brillando sobre las montañas grisáceas. Grandes leones marinos, como dinosaurios dormidos echados sobre las playas, mientras este atardecer azulado prende sus barcos de luces rojas sobre algún mar.

Mi esposa y yo somos una tribu formada por dos personas. A ella le gusta el cine en todas sus presentaciones y a mí me gusta más la radio. Aunque a ambos nos gusta la televisión también, y los periódicos, y los libros, y los supermercados y los bares, y los centros comerciales, y esos churros de azúcar que venden en la playa con Maracaibo y aquellos jugos de zanahoria con naranja de las tiendas naturistas, pero no tanto porque mi esposa y yo ahora estamos en una etapa de mistificación. Supongo que vos tenés que hacer ciertas cosas cuando sos de los que creciste con inquietudes más espirituales que materiales. Y eso no se puede esquivar, por mucho que lo hayás aplazado. Hay un punto de la vida en que las cervezas ya no entran y sentís que los zombies te muerden y que los cerdos y las ratas gustan de revolcarse más en el fango. Entonces empezás a abrir ventanas y puertas que antes estaban cerradas, y a cerrar las que antes estaban abiertas, y a buscar la salida al patio antes que la salida de la calle, porque el asunto es de búsqueda y esa búsqueda bien podía ser entorpecida por cosas como la fama o por regalos divinos que a la largo pueden ser tan contraproducentes como el talento, por ejemplo. Especialmente si tratas de sobrevivir en momentos históricos como éste o si sos de esos a quienes les gusta salir a pasear por calles donde corrés el riesgo de ser mordido por uno de esos zombies que salen en las películas de Víctor Gaviria o por uno de los otros también. Entonces te preguntás por esas cosas que te pueden acercar más a Dios y es probable que en ese camino terminés viviendo por largas temporadas en el inframundo. Pero, si sucede entre dos, date por afortunado.

Hoy mi esposa y yo vivimos en una pieza con una ventana, con cortinas que recogemos por la mañana, luego de la ducha. Casi no podemos movernos de lo pequeña que es, pero tenemos un escritorio y patos y gallinas y una huerta.

Es extraño. Toda esa gente que me reconoce por la calle me llama por mi nombre y me escupe y me pide autógrafos y me solicitan que les envíe mis escritos; esa gente no se imagina que sos un simple tipo en retirada, que ahora vive lo mas austero posible, con una esposa que en los 90’s siempre pasaba de largo por el restaurante “Andrés Carne de Res” y que trata de entenderlo todo cuando tu casera te amenaza de muerte y cuando un par de travestis se zanjan en sendas peleas de cuchillo, y de aguardiente, y de sangre al amanecer.

¿Qué pasa entonces cuando un terrícola de inclinaciones artísticas se frustra? Pues simplemente sale desesperadamente en busca del poder con mayúscula, o en su defecto, de cualquier tipo de poder. Esa es la especie de vacío que puede dejar el arte cuando se asume de manera inadecuada.

En la época moderna, tiendes a creer erróneamente que el dinero o la popularidad y la fama, o la fama que te puede producir el dinero, podrían hacer las veces de sustitutos de ese arte abandonado. Tal vez por ello, cada vez es más recurrente ver tipos y tipas tratando de tener éxito con temas culturales, a través del poder. La cultura de alguna manera se ha convertido en el pasaporte social para los inútiles de la familia.

Sin embargo, hablás con ellos y te enterás de que el vacío nunca se llenó. Triunfaron, hicieron dinero, salieron en titulares de prensa, pero se frustraron igual. Al final, les preguntás cual fue su idea del arte cuando quisieron intentarlo y por lo general sus respuestas terminan relacionadas con el éxito, la fama y la popularidad, pero muy poco con el arte mismo. Puedes intentar esto en casa, pero nunca con verdaderos artistas. Por favor hacer la prueba con funcionarios públicos, profesores universitarios y dueños de medios de comunicación.

Claro que no todos de quienes ostentan el poder provienen del planeta de los artistas frustrados. Ahora bien; hacés la prueba con los artistas auténticos que nunca se frustraron y que probaron las mieles de la gloria y que salen en la televisión y te das cuenta de que el único tema que quieren tocar es el arte. Mejor dicho, nunca intentes hacer esto en casa. Las personas que aparecen en esta historia, son personas profesionales, debidamente entrenadas para los trucos mostrados.

Era una típica tarde medellinense. Los niños corriendo entre macetas y flores. Brisa primaveral. Una larga fila en helados “Mimos”; ancianas y ancianos siendo sacados a pasear por sus hijos y nietas. Todo perfecto. Catalina y yo sentados en una de las banquitas del centro comercial San Diego. Catalina y yo sentados en una tienda de esquina en el barrio Los Colores. Catalina y yo comiendo cono en el barrio Buenos Aires. Catalina y yo comprando fresas con crema en la vía “Las Palmas”. Catalina y yo cerveceando en Carlos E. Restrepo. Catalina y yo tardeando en las mangas de La Villa. Catalina y yo entrando a cine en el Carrefour de la 65. Catalina y yo mercando en uno de esos graneros de Campo Amor, con un aviso de “Carnes Frías Zenú” en la fachada.

Estamos, pues, Catalina y yo frente a una de esas vitrinas de San Diego. Si miras hacia arriba, puedes leer la palabra “Leonisa”. Más abajo del aviso: “Cuerpo de mujer (latina)”, y más abajo, uno de esos afiches silueteados con la imagen de una mujer en ropa interior. Lo curioso es que esta mujer está mandando a callar a la cámara que la fotografió y subliminalmente la acompaña un texto que reza: “La mujer latina tiene secretos: aumento, control, reducción”. Para entonces, yo ya llevo varios días preguntándome por qué las mujeres en esta ciudad no usan falda regularmente, ni mucho menos vestidos. Y entonces me doy a la tarea de contar las mujeres con falda entre las transeúntes de San Diego. Aparte de Catalina, a quien no le da miedo sacar a relucir uno de sus vestidos traídos de NY, cuento una mujer y media con falda, entre varios centenares de ellas. Digamos que en el transcurso de hora y quince minutos aproximadamente. Digo mujer y media, porque una de ellas es una niña de 9 años de edad aproximadamente. La otra, trae una falda que consiste en un trapo blanco desmechado en las puntas y que le sube hasta 3 cuartos de muslo. Por tanto no cuenta, pues se me olvidaba aclarar que las minifaldas no me clasifican. Así que una minifalda sumada a una niña de 9 años, dan como resultado una mujer y media, más o menos.

Así que nos dirigimos al parqueadero, le damos un par de monedas al cuidador, sacamos los chalecos y tomamos nuestra Plus, la prendemos y nos dirigimos al centro de la ciudad, derecho por la avenida El Poblado y luego por la calle del Huevo y luego El Palo, hasta parcharnos en las sillas de la arepería “El Periodista”. Pedimos una arepa y unas salchipapas, y dos empanadas para picar mientras nos sirven todo, y luego una Sprite para compartirla entre los dos. Pero es entonces cuando se nos acercan dos zombies, y una rata trepadora, y nos piden plata los zombies, y me trata de poner conversación la rata, y Catalina y yo hacemos caso omiso, y es entonces cuando somos atacados. La rata me muerde en el cuello y uno de los zombies muerde a Catalina en la pantorrilla. Y es entonces cuando entiendo por qué las mujeres en Medellín nunca se ponen falda y viven todo el tiempo en bluyines.

En Medellín no hay escapatoria. Si caminas por las calles te pueden morder los zombies y si vas a los bares o a las universidades te pueden atacar las ratas trepadoras. Las hay arriba tanto como abajo. Pero éstas generalmente provienen de la clase media paisa y siempre están metidas en algún rollo de drogas o alcoholismo o poder. Son igual de peligrosas que cualquier paramilitar o desplazado o vendedor de drogas porque son más inteligentes y han recibido mejor educación, pero están enfermas por el ansia de primar, igual. Se te cuelan por entre los pantalones y se te pueden subir por el cuerpo y clavarte sus dientes en la yugular. Son temibles las ratas trepadoras. Venite a Medellín y de-una las reconocerás. Por eso Catalina y yo preferimos andar en moto todo el tiempo. Una moto siempre te garantiza movilidad y te queda mucho más fácil ponerte a salvo de los zombies y de las ratas trepadoras. Sobre todo los viernes en la noche, cuando salen desesperadas a buscar víctimas y a patrullar.

La verdad es que Catalina y yo siempre hemos sido una pareja de esposos consentidos. Nunca nos tocó trabajar hasta muy entrados en los treintas y mucho después de haber coronado la universidad. También sufrimos de esa terrible incapacidad para identificarnos con las cosas del país, y ya se sabe que una persona sin identidad es una persona débil. Una persona sin identidad es una persona sin voces en la ciudad; y sin imágenes que la representen. Personas sin identidad son personas con pocas cosas en su entorno que les llene el espíritu de ánimo, a no ser que sean los típicos azules limpios del cielo y toda esa gama de verdes en las montañas de Colombia y esos patacones con guacamole y queso de la Universidad de Antioquia. Y ese climita primaveral del inframundo.

Total, aquí estamos Catalina y yo vulnerables frente a estas superficies especulares que no nos reflejan, tomándole fotos a unas imágenes que queremos retener pero que se nos escapan, deseando que algún día los aromas y la música del lugar toquen nuestros espíritus o que por lo menos la vida paisa se parezca un poco a esas canciones de Cámara F.M., la emisora de la Cámara de Comercio de Medellín.

Aunque, debo decirlo, ya antes hemos hecho el intento. En Nueva York íbamos a los bares de salsa, forzando algún tipo de entretenimiento; examinábamos con juicio los nuevos lanzamientos de Juanes y de Shakira, llorábamos escuchando Las voces del secuestro y La noche de la libertad y nos reíamos a las carcajadas con La Luciérnaga y poníamos el “faltan 5 pa’ las doce” los 31 de diciembre; y leíamos biografías noticiosas del Joe Arroyo y del Cacique de la Junta, pero nada. Todo era inútil: no lográbamos conectar. Hoy, en cambio, nos pasamos buscando desesperados alguna señal de humo entre las líneas de la Rolling-Stone-Colombia o saltando canales en la televisión por cable.

• Anoche soñé con una compañera de la universidad –le digo a Catalina mientras hojeamos unas revistas de Soho en la biblioteca de Comfenalco.

Desde que “El Bebé”, nuestro Macbook, se descompuso, venimos un par de veces a la semana a pedir turnos de internet, en la sede de la Avenida La Playa y Catalina es una de esas esposas a las que vos podés confiarle tus sueños y pesadillas con otras mujeres.

• Qué raro. Tú casi nunca te acuerdas de tus sueños. – Me dice ella.

• Este es un sueño recurrente. Ya lo he tenido varias veces. Casi siempre estoy hablando con esta pelada.

• ¿Y qué te dice?

• No me acuerdo, pero anoche estábamos en un restaurante chino y ella me estaba contando una historia de un tipo que la había invitado a pasear en yate por las playas de Cartagena. Resulta que este man se lo pedía y ella se había devuelto para Medellín, toda ofendida, dizque porque no esperaba que el man se lo pidiera.

• ¡Ah! ¿No? Y ¿Qué esperaba pues? Se supone que si uno se va con un pretendiente a pasear, es porque va dispuesta a que el man, como mínimo, se lo pida.

• No sé. El caso es que fue raro porque, en el sueño, el man que terminaba pidiéndoselo en Cartagena era yo.

Resulta que, Catalina tanto como yo, somos como medio misóginos. Ambos nos ponemos tácitamente de acuerdo con ciertas críticas frente a ciertas salidas de las mujeres en general. Para mí, Catalina es la única mujer que prefiere el cine a la gloria. Cuando la conocí un viernes por la noche, le propuse presentarle un grupo de personajes influyentes del mundo del espectáculo en el oeste de Manhattan. Ella me dijo que prefería aquel biopic de Ian Curtis en el Angelica y me preguntó si quería acompañarla. ¡Como no enamorarse de una mujer así!

Total, nos entramos a función de 10:30, pero a ver “24 Hours Party People”, pues la boletería de “Control” ya se había mandado a guardar. Igual, a la salida, quise llevarla a un restaurante del Greenwich, pero ella me truequió la invitación por una caminata en el Seaport y un par de sánduches de Subway en las escalinatas de Union Square. Y así fue que nos conocimos.

Ahora estamos aquí en las sillas del centro comercial El Tesoro, esperando que abran la tienda de Mac, en el tercer piso. Me parece que hemos venido demasiado temprano, le digo. Si ¿no?, me dice ella. A lo lejos se escucha una ligera música ambiental, que se mezcla con el sonido de una cascada artificial y que cae en un lugar cerca, entre helechos y mayamis, y orejas de burro. A nuestra izquierda un carrusel para niños, y un tren entre un bosquecillo, y los pinos, y las nubes y los primeros clientes que llegan antes de que los locales comerciales abran las puertas.

Catalina y yo estamos desplomados. La sala de WiFi está constituida por un grupo de cómodas poltronas forradas en fino cuero, las cuales, poco a poco, te van tragando. Aquí vos empezás sentado y a los diez minutos ya estas acostado. Miro en dirección a la cascada y veo las montañas del oriente salpicadas por modernos edificios rojos, los mismos que la ciudad se encarga de mitificar, porque todos dicen que los mandó a construir Fajardo, como quienes miran una suerte de Everest artificial a punto de ser escalado y mandado a construir por un emperador egipcio. Debe ser mi arribismo, pienso.

Catalina juega con su I-pod y yo enciendo el mío. Los primeros empleados empiezan a llegar. Es muy simpático: generalmente las empleadas de estos almacenes llegan a trabajar con una bolsita de shopping en las manos, algún pequeño talego de papel que diga “Zara” o “Tenis”. Un aviso de “Calvin Klein” lleva saludándonos desde hace rato. Se dinamiza el mall: pasan los encargados de la limpieza y una yuppie con dos oficiales de la construcción y les empieza a dar unas instrucciones sobre las macetas que nos rodean y los oficiales se ponen en acción.

• Es increíble que “La Bebé” nos haya subido hasta acá – digo.

“La Bebé”, así es como le decimos a la Plus, Catalina y yo. El Macbook, 2007, en cambio, es “El Bebé” y el I- book 2002 es el bebecito y los i-pods también. “La Bebé” y “el Bebé” y “el bebecito”, esos son nuestros hijos.

• La Bebé es fuerte – me dice ella –está recién salida del hospital.

Resulta que hace poco, hemos llevado la moto al mecánico y este nos ha arrancado 60.000 mil pesos por ajustarle un par de tornillos en el motor. Difícilmente nos alcanzan nuestros ahorros para comer y nos tenemos que gastar lo que tenemos en las marañas de un mecánico diferente cada vez. Es complicado hallar un reparador honrado en el inframundo y ello no sería problema si ganáramos más y pudiéramos comprar otra bebé. Pero así están las cosas, me parece que tendré que volver a la docencia de cátedra, la cual es como una versión oficializada de la venta de confites en los buses, por lo repetitivo que se vuelven los discursos, pero creo que ni en eso podré encontrar trabajo en este país.

• Anoche soñé con que me había metido a vender drogas –le digo a Catalina.

• ¿Si? ¿Y que droga vendías?

• Una droga rara –le digo- Algo así como un potaje para recordar ciertos recuerdos.

• ¡Ah, como en “Tokio ya no nos quiere”!

• Exacto –le digo- pero en este caso es a la inversa. No es una droga para olvidar sino para recordar. La gente que se tomaba el brebaje, recordaba cosas dolorosas y se curaba.

• Mmhhh…. Dame un ejemplo.

• ¿De qué?

• ¿Qué cosas puede recordar la gente para curarse?

• No sé, texturas de la infancia, supongo.

• ¿Será que algún día llegaremos a ese punto?

• Según creo, ya hay computadores donde vos podés seleccionar tendencias genéticas específicas y potencializar las positivas y borrar las negativas. Me imagino que el próximo paso es la testa. Inventar una máquina que te ayude a borrar la mierda.

• Y a rescatar lo bacano.

• Yeah, yeah; como las drogas que yo vendo en mis sueños.

Es extraño eso de contar lo que te pasa por las noches, lo que sucedía mientras tenías la máquina apagada. A veces lo hacés sin pensar. De pronto estás desayunando con tu mujer y, antes de ponerle mantequilla a la arepa, ya estás hablando, o escuchando, de sueños; supongo que es la principal razón para tener una vida en pareja. Un acto tan fisiológico como levantarse y preparar el desayuno, se convierte en el más sagrado de los rituales que le pueda quedar a los hombres. Esas charlas mañaneras justifican los siglos de humores contradictorios, y olores y manías, que son la vida matrimonial.

Entonces, de repente suena mi Samsung, un teléfono de cincuenta mil pesos donado por la familia de Catalina. Es mi jefe. Lo leo en la pantalla, pero no se lo digo a Catalina. Catalina ni siquiera sabe que tengo un jefe. En efecto es alguien relacionado con mis escapadas a media noche, pero por ahora lo tengo bajo control. Desconecto la llamada. ¿Quién era?, me dice ella. Un man ahí, le digo. Yo sé que Catalina no se desvela demasiado por las llamadas no contestadas. Confía en mí. Le soy fiel. Cuando vos tenés un número considerable de lectores y lectoras obsesionados con tu literatura, te acostumbrás a estas cosas y aprendés a manejarlas. Me pregunto ahora, cuántos escritores frustrados me envidian todo esto: la fama y la lectura de las masas sin haberle hecho relaciones públicas a nadie; y todo este tiempo de desempleado que me queda libre y que invierto en escribir y escribir. Pero supongo que la cosa no dure. La cosa se va a fregar cuando llegue el dinero o por lo menos cuando encuentre un trabajo normal, donde el jefe no sea una máquina y donde no sea yo el que me tenga que poner mis propios horarios y mi propio sueldo.

Chilla el Samsung de nuevo. Un mensaje de texto. Mi jefe, de mi trabajo no normal, diciendo que “esta noche hay muy buen boleo”. Catalina me mira de reojo, pero yo pongo el teléfono fuera de su ángulo de visión, mientras contesto el mensaje.

Es horrible volver a un lugar que no cambia. De repente sueñas que, si te vas diez años, el paisaje va a estar modificado. Que por lo menos todos se hayan ido y no encuentres a nadie. Sueñas con un relevo generacional, eso es. Vas caminando calle abajo, tratando de establecer alguna nostalgia y de pronto salta una de esas antiguas novias ratoniles y te empieza a agradecer por todo lo que le aportaste a su vida, cuando en realidad vos sabés que lo que está intentando es beber un poco de tu fama, de tu antigua gloria que hoy no es más que un eco fantasmal de una vida que poco te importa.

• Al principio es como la marihuana o el éxtasis –me dijo mi jefe- es como aprender a pilotear una traba. Hay una primera fase en que todo se desborda.

• No debería tomarla – dije - tomé la decisión de dejar las drogas hace mucho tiempo y no a todos se nos antoja la idea de estar acordándonos de cosas.
• Es política de la casa, ya sabés.

Yo había llegado a este trabajo atendiendo uno de esos avisos clasificados que salen en los periódicos. Uno de esos trabajos tipo Amway, donde vos tenés que convertirte en el mejor consumidor de tu propio producto a ofrecer.

• Bueno, y ¿cuándo es que voy a empezar a ver la plata, viejo? Mirá, que ya van casi dos meses y nada.

• Vos sabés cómo funcionan estas ventas multinivel. Además, te la estoy poniendo fácil. Pillate que yo te estoy consiguiendo los ahijados. Si estuvieras con Herbalife, o con Avon, tendrías que salir vos mismo a conseguirlos.

• Y ¿cómo hacemos entonces para que no se me venga toda la chorrera de sueños juntos en la mañana? Mirá que tengo azotada a mi mujer hablándole como un parlanchín de cada detalle soñado. Hay días en que me acuerdo hasta de 20 o treinta sueños soñados en menos de dos horas. Mirá, llego a la casa a eso de las 3 y media de la mañana, me acuesto a las cuatro y a las 8 ya estoy hablando como un loco. Luego mi esposa me dice que me ponga a escribir y me quedo garabateando sobre mis sueños ¡Hasta cinco horas, mano! ¡Esto es enfermizo!

• Pero a la larga te cura, Willie. Ese es el punto de este negocio.

• Y quién dijo que yo quiero curarme, loco. Yo solo estoy en esto por el cheque. ¿Curarme de qué? ¿Yo no tengo nada que curar?

• Con vos no hay caso, Willie.

• Vos no tenés ni puta idea de quién soy yo. Si a eso vamos, yo te podría decir que vos sos un tumbador, porque tenés esa fama de ser la computadora más rata de la ciudad. Mmmm… Yo mejor no le sigo jalando, Javier.

• Mirá. Vamos a hacer lo siguiente: de pronto estás un poco descontrolado, porque tu reloj biológico es incompatible con la jornada nocturna. Ya ha pasado antes. Es normal que en los primeros días el potaje ataque directamente al sistema onírico, pero después, cuando se estabiliza, comienza a hacer un escaneo organizado de tus recuerdos.

• Pero a mí me encanta la noche. No me gustaría la jornada diurna.

• Date una segunda oportunidad, Willie – me dijo mi jefe. Y colgó.

Era el futuro. Había zombies por miles como los hay hoy, pero ya no mordían a nadie porque no quedaban más rastros humanos en el planeta. Yo caminaba por un sector de lo que hoy podría ser el puente peatonal a la altura de la Terminal del Norte, y había un tipo sin camisa, y descalzo, con un dedo del pie a punto de caerse. Le chilingueaba el dedo gordo o algo así.

Resulta que obviamente se trataba de uno de tantos zombies de esta ciudad y estaba vendiendo lombrices de tierra gigantes, pero fritas y las fritaba en un pequeño sartén bastante desagradable y yo le compraba un par y me las comía y no sabían tan mal aquellas lombrices de tierra, las cuales por su aspecto violeta, no eran californianas; luego llegaba Catalina y me empezaba a contar un sueño suyo, pero estábamos en casa y era un sueño donde ella y yo íbamos a un gimnasio, pero el gimnasio estaba lleno de hamacas y Catalina quería que yo la balanceara en una de ellas, pero yo no lo hacía porque tenía mucha hambre y entonces me enojaba con ella y me iba. Supongo que por el carácter excremental de estos sueños, podrían significar nacimiento o algo así. Pero no estoy seguro, y si fuera nacimiento, ¿nacimiento de que?

Fuimos con nuestro Macbook a otro lugar en el centro, porque en la Macstore del Tesoro nos pidieron una cifra absurda por arreglarlo. Ya antes nos habíamos recorrido los electrónicos de la Minorista, los Puentes, Monterrey e incluso cuanto sitio web había en el cyberespacio, pero había sido infructuoso. Se trataba de una falla en la entrada magnética del cargador. En cierta ocasión permitimos, y todo, que lo abriera el técnico de la Mac-store de la Avenida El Poblado. Nos había dicho que podría ser suciedad en la “board” y accedimos a pagarle 50 mil pesos, porque la garantía se había vencido. Tampoco funcionó. El problema seguía. Entonces volvimos a casa con un día más sin poder reparar nuestro “Bebé”. Este tipo de cosas son las que me descontrolan de países como éste. Yo daría mi testículo izquierdo por defender un país como Estados Unidos. Lo que no sucede igual con Colombia. Si hubiera mañana una guerra con Venezuela, obviamente haría mis apuestas por Chávez, quien al menos se encargó de destruir su propio país, sin eufemismos.

El asunto con las motos es que siempre tienes que avanzar hacia delante. Nunca podés poner marcha atrás, como con las decisiones y los trenes. O sea: puedes girar en círculo, cambiar tu dirección 180 grados y volver en sentido contrario, pero nunca poner reversa. Un sonido sin regresos, como pasa con los palos de escoba cuando se quiebran en dos. ¡Crack!

De repente le decís algo fuerte a tu esposa y todo lo que hacés es orar porque no se escuche el ¡Crack! Hay algunas gomas de amor que pueden enmendar la porcelana, pero siempre quedará una cicatriz invisible, por muy profesional que sea tu trabajo de restauración.

Aquel día, me dirigía a visitar un cliente que alquilaba piezas en casas de inquilinato semejantes a las casas en que nos había tocado vivir a Catalina y a mí. En esos momentos trataba de sacarme de la cabeza la idea de que iba para donde una “cliente”. Según mi jefe, el término correcto era “ahijada” y debía “ser tratada como tal”. Y si sos turista por primera vez en Medellín, y si te das un paseo por Prado Centro, de seguro vas a terminar comparando el sector con muchos otros patrimonios históricos del mundo. Si paseas por este barrio, por supuesto, te vas a encontrar con fachadas de casas dignas de llamarse fachadas con mayúscula, y con unas brisas primaverales, y unas puestas de sol, y una vista hacia la zona occidental, que te harán pensar que las tardes más hermosas del mundo se encuentran en este lugar.

Pero lo que los visitantes ocasionales nunca se imaginarían es que centenares de esas casas están habitadas por pobres almas, marginadas, miserables, excluidas del mundo. Y regentadas por administradores de calibre similar. Obviamente yo no era un turista. Hace tiempos no lo era y ésta era mi ciudad. Así que sabía lo que pasaba con los bizcochos del pueblo cuando eran adornados con gruesas capas blancas de repostería dulce. Aquella mañana, parqueé la moto debajo de un guayacán. Me bajé y toqué el timbre: y digerí más que nunca la espesa certeza de que en esta vida, a veces, siempre tienes que avanzar; nunca ir hacia atrás, y que no todo el tiempo ese avanzar significa progreso. Ese avanzar significa simplemente seguir.

Horas antes, había torcido por la calle Echeverri, me había involucrado un poco por la congestionada Avenida Oriental, evité el deprimido, y me había metido por encima, en dirección a Los Puentes, hasta caer a la 50C, doblar a la derecha y tirar por la Clínica CES, para arriba, hacia el Sur-Oriente.
Miré el reloj. Iba retrasado. La cliente en mención necesitaba unos tres frascos del bebedizo con el sello de Memoria Selectiva “Primera Calidad”.

Pero aquella casa no era la sede de su oficina, aunque seguía siendo de su propiedad. El que me atendió fue un gordo enmarañado y de malas pulgas. Aquella casa había sido convertida en otro más de sus inquilinatos. Total, le dí las gracias al gordo, me despedí y tomé de nuevo la Plus, la bajé de su gato, también recién reparado, y le dí krán según la recomendación de los expertos en Plus: 10 pataditas con el shock cerrado y con el clutch hundido; luego tres pataditas con el clutch sin hundir y al final un gran zapatazo con el shock abierto.

¡Ahí iba mi vida! Rugiendo; con el motor a todo vapor; dispuesta a ponerse en marcha y siempre hacia delante. Aquella moto había sido reparada cientos de veces; su trompa estaba arrugada fruto de unos cuantos choques; el motor cajeteado después de ir dos veces a Cali, una al departamento de Caldas y otra más a Cartagena según su antiguo dueño. Pero seguía halando igual. Una moto, como los hombres, puede ser destruida; pero nunca será derrotada. Me devolví, entonces, por una ruta alternativa, que me depositaba en la Avenida “La Playa”, a la altura del teatro Pablo Tobón Uribe. No sé porque la presencia de tanta palmera me hizo pensar en la Habana y no en California ni en Miami.

Entré al edificio. El que me abrió tenía aspecto de ex sicario o de sicario en vigencia. Tuve que seguirlo por varias rejas con candado, como quien tiene que superar varios puntos de chequeo en una cárcel norteamericana. Al final estaba allí la oficina, y muchos misterios para ver a mi cliente; tenía cara de ser la protagonista real de Rosario Tijeras, una suerte de personaje inspirador para un potencial casting de Madame Roche: vestido caro pero estrafalario, joyas de oro en la era de la plata; pelo platinado por encima de su rostro moreno; varias cirugías en cuerpo y cara, y exceso de maquillaje. Tres fortachones merodeaban la puerta, entraban y salían de vez en cuando y husmeaban detrás de la silla de la madame.
Ella quería recuperar sus recuerdos entre los cinco y los diez años de edad, de los cuales no recordaba nada. Me contó que una vez se había hecho una hipnosis con un psicoanalista francés y que había regresado hasta las primeras semanas de nacida, donde había visto a su padre violándola. Ahora quería sólo recuerdos agradables.

• Con nosotros tiene garantía, doña, de que los recuerdos todos le sean positivos y, si es persistente en el proceso, tendrá la oportunidad de ser selectiva en unas cuanta semanas.

Ni yo mismo me la creía. Llevaba casi dos meses tomando la maldita malteada y todo lo que había logrado era un montón de sueños descontrolados. La doña (ni sé por qué le estaba diciendo así; pues era joven), también quería uno de nuestros productos para olvidar algunos recuerdos de su vida como paramilitar. Decía que ahora en la vida civil, quería incorporarse en paz y con todas las de la ley a una existencia de plenitud espiritual.
• Esa tecnología todavía la tenemos en investigación –le dije- pasarán unos cuantos años antes de que la tengamos desarrollada.

Ni yo mismo sabía de donde me estaba sacando aquello. Me sentía desesperado, pues llevaba unas cuantas semanas sin vender un maldito frasco de Memoria Selectiva. Pero, igual, se cerró el trato y yo le recordé que iba a ser su padrino, si le parecía, si había quedado conforme con mi inducción. Ella aceptó con notable carencia de humildad, esa desidia propia de la casta mafiosa y selló su aprobación con un manotazo de carnicero espantando moscas en la punta de anca y en el solomito.

Yo por mi parte, me retiré de aquel edificio de dos plantas, soltando un gran resoplido de alivio y con el pie izquierdo un poco paralizado de preocupación. Siempre me pasa eso. Me empieza a temblar un pie o se me paraliza totalmente cuando algo feo se me presenta en mi vida. Me preguntaba cómo iba a ser un proceso de acompañamiento, tipo Memoria Selectiva, para una persona que quizá había masacrado gente o que había intimidado poblaciones. De alguna manera, el centro de Medellín estaba lleno de ex-paramilitares deambulando por las calles como zombies. Era a lo que yo le llamaba el inframundo. Y no exagero con el término. El centro de Medellín está lleno de muertos vivientes, con las ropas hechas jirones, caminado las calles con zapatos sin suelas, con las cuencas de los ojos hundidas, las pupilas brotadas de tanto aguantar hambre, los brazos implorantes ante el paso de la gente normal y las bocas resecas siempre a punto de morder. Ni más ni menos. De repente doblabas una esquina y te topabas con personajes cuyo aspecto te hacía pensar que las tumbas de algún cementerio se había quedado sin sus muertos.

Ahora estos zombies se habían mezclado con otros zombies que habían sido desplazados de los campos y que ahora se hacinaban en las ciudades y que trataban de sobrevivir desorientados. En efecto, Medellín no tuvo que sufrir un terremoto como el de Haití para llenarse de nigromantes. Si te ponías a hablar con alguno de ellos, te contaba su historia de participación en el conflicto y de su fracaso de reincorporación a la sociedad después de haber pagado cárcel, y de todo lo que les había fallado el gobierno.

Ahora, mientras exprimo uno de mis últimos implantes con este tipo de recuerdos, estamos Catalina y yo en el que para mí es el centro comercial más bonito de la ciudad. Y andamos esperando al próximo cliente y yo pongo de nuevo en marcha mis pensamientos y la moto nos espera en algún parqueadero cercano y todo parece ir bien y entonces pongo en marcha mi i-pod, mientras llega este escritor de la curia, corte teológico, que quiere un poco de Memoria Selectiva para recordar algunos pasajes específicos de dos años atrás.

Un caso difícil, bajo todo punto de vista; pues al potaje le cuesta trabajo obrar con la memoria inmediata si no se sabe administrar adecuadamente. Bueno, eso al menos dicen los padrinos, que dicen los manuales. Ya he dicho que a mí lo único que me produce la droga es descontrolarme lo soñado. Pero yo trato de serenarme y me focalizo en el I-pod y pongo uno de esos juegos de los Nanos cuadrados y la mente se me vuelve a ir hacia la “ahijada” ex-paramilitar y de alguna manera me siento como Santiago el protagonista de “El viejo y el mar”, el cual todo el tiempo le pide perdón a su pez, Sorry, fish; sorry, fish; por haber querido llegar tan lejos y por, en efecto, haber llegado tan lejos.
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• Demuestra lo que sabes:
• ¿La canción “Not my idea” es de 2006?
Si/No
• ¿Esta cubierta corresponde al grupo “Air”?
• A ver si aciertas: ¿“Gil” es de Ataque 77?
• ¡Así que la música es tu fuerte! A ver si aciertas con ésta: ¿Este álbum incluye el fantástico tema Karen Revisited?
• No te me relajes ahora: si la memoria no me falla, ¿esta canción es de 1987? ¿Cual de estos álbumes es de Gotan Project?
• Veámos lo que realmente sabes tú…

Me lo dijo Carlos, un médico de la Universidad de Caldas, que había estado en África con la Cruz Roja, pero que ahora disfrutaba de un apartamento en el Upper y me lo dijo Edwin, un caleño que había sido gatillero en Juanchito y que ahora tenía una vida decente en Queens como oficial de la construcción, y me lo había dicho mi madre, desde su casa muy sudada en el occidente de Medellín. “Piénselo bien” “Esto por aquí está muy jodido” “No hay empleo por ninguna parte” “Colombia no es bueno sino pa’ pasear y beber y culear” “Que tal que se vaya y se arrepienta”.

Y entonces, aquí estoy con una sobredosis de Memoria Selectiva entre mis venas, con todos aquellos terribles sueños derramados sobre mi escritorio. En uno de ellos, yo me la pasaba deambulando por el centro de Medellín buscando un bar, y había unas calles que yo nunca había recorrido y unas casas muy antiguas que databan de los cincuentas, cuando la gente confundía el construir una hacienda con diseñar una mansión. Y entonces me encontraba con un ex-paramilitar que venía de pagar “cana” en el Tolima, por homicidio y por conformación de grupos armados al margen de la ley, y el tipo llevaba diez días caminando e iba en dirección a Santuario, su pueblo natal, y me contaba su historia y yo me sentaba junto a la Clínica del Rosario, a escucharle sus fábulas en nombre de Jesús y de cómo se dejó “trabajar” el cerebro siendo un mocoso; y yo veía su vejez prematura en sus arrugas, muy marcadas por la intemperie, y el sufrimiento, y los malos recuerdos, y luego venía un vecino del sector a gritarle que no fuera a botar en la calle ni el vaso desechable de la Coca-Cola ni el empaque de las papitas Margarita que yo le había comprado. Y, así, él me decía que eso era todo el tiempo, puro rechazo de la sociedad. Pero luego yo me iba y lo dejaba hablando solo también, y el empezaba a perseguirme con una macheta, por todo aquel barrio que era un poco desconocido para mí, aunque me era familiar.

Y ahora estoy aquí, en nuestra habitación, mirando estas baratas cortinas de terlete, haciendo autofocus en unos horribles rombos vinotinto que la adornan; escribiendo al mismo tiempo sobre un escritorio que compré por 25.000 pesos en la Minorista; tratando de organizar estos otros sueños que se me han vuelto a desbordar.

Resulta que Catalina y yo vivíamos en un inquilinato, donde la dueña era una ex-paramilitar que controlaba el 80% del negocio de inquilinatos en el centro de la ciudad, digamos 80 o 100 casas. A nuestro lado vivía otro ex-paramilitar que se ganaba la vida como cobrador de un Cuenta-Gotas, uno de esos negocios en los que a vos te diligencian diez millones de pesos en menos de dos horas, pero que tenés que empezar a pagarlos al otro día, a cuenta gotas, día tras día, 200.000 pesos cada cuota, y si fallás, una sola vez, ¡olvídalo! Empieza a deshacer tus pasos, porque el cobrador hará lo suyo con su revólver y nunca habrá una segunda advertencia.

Y entonces el ex-paramilitar ahora estaba en retirada, pero todavía estaba muy caliente porque el “man”, que le “botaba camello”, no quería permitir que se retirara y le hacía la vuelta de vez en cuando ahí mismo; en la casa donde también vivía un halador de motos y un bazuquero con un travesti y un reinsertado de Manrique y un profesor de música del Pablo Tobón y un sociólogo de Comfenalco y una desplazada de Juradó y otra desplazada de Apartadó y un profesor de Educación Física de la U. de A. y un ex futbolista profesional y una caleña vacunada por la guerrilla. Y entonces, tanto Catalina como yo, y como los demás, vivíamos muy aterrados, no tanto por el ex paramilitar al que estaban persiguiendo para acostarlo, y que qué tal vez “lleváramos” nosotros también por efecto vecindad, si no también que la mancomunidad era un tanto incomoda en cuanto al desorden de los demás y el manejo de las basuras y la recolección de las platas para el gas y en cuanto a las braveadas que le tenía que meter la dueña a los inquilinos para que no fumaran dentro de la casa, pero sobre todo para que no volvieran eso un “pichadero de moscos”, y eso sin contar que los dos únicos baños que había siempre estaban ocupados y que la dueña ésta siempre rompía el candado y sacaba las cosas de la gente que no pagaba los primeros tres días, después del vencimiento, a la calle, y que la cocina también era compartida y vos nunca la encontrabas sola, siempre había alguien allí, ocupando las únicas estufas de gas.

Total, yo me sentía muy desesperado y realmente atormentado por la situación, no tanto por mí, si no por Catalina que era una mujer de muy buena crianza y de muy buena educación, pero sobre todo de muy buenos sentimientos y nobleza y casta y generosidad, lo que motivaba que yo terminara llorando y gritando al final del sueño, porque pensaba que ni Catalina, ni nadie, se merecía tal situación, aunque yo por jugar un poco al estilo-de vida-Bukowski- sí me podía aguantar y porque la vida puede ser todo, menos un juego.

De ese modo, me despierto babeando mi libreta de apuntes. Es una casa muy similar a la del sueño, pero no viven personajes tan decadentes. Aquí todos son estudiantes universitarios y profesores. Aunque, igual, es un inquilinato y Catalina y yo tenemos que compartir una pieza de dos por tres, mientras a mí me confirman un trabajo como profesor, ese tipo de trabajo que a la postre se convierte en lo más parecido a la venta de confites en los buses.

Ni Cata ni yo tenemos necesidad de hacer esto; pero lo hacemos igual. Puede sonar a grito de libertad adolescente, vivir lo más independientemente posible de nuestras familias, pues ya he dicho antes que siempre hemos sido unos hijos de papi y mami, y no queremos serlo más.

Y todo parece indicar también que Estados Unidos nos mal acostumbró. Éramos tan felices allá, tan lejos de todo, que aquí estamos probando, hasta donde es posible, serlo igual, en este Colombia donde todo el mundo quiere meter las narices en la vida de todo el mundo. Aunque, tanto los padres de ella, como los míos, han sido de lo más respetuosos y colaborativos.
Un grito de independencia. No creemos que sea mucho pedir. Ya lo hemos hablado Catalina y yo. La veo dormir a mi lado y me enternezco. ¡Ha hecho tantas cosas por mí y he hecho tantas cosas por ella! Tiene su pijama blanca de manchitas tipo vaquita y en efecto una clarabella dibujada a la altura del estómago. Es aficionada a las vacas Catalina, y tiene una colección de ellas en todo tipo de representaciones. Obviamente su colección, y muchas otras de nuestras cosas, no las podemos llevar con nosotros hasta que no tengamos un lugar más amplio. Se despierta y me mira escribir. Te oí gritar, me dice, estabas dormido sobre el escritorio. Y entonces le cuento el sueño y le digo que no se merece acompañarme en esta aventura de una Medellín enferma. Le acaricio la cabeza, trato de componer su cobija, apago el I-pod y Paul McCartney se manda a guardar. Catalina me sonríe y dice que todo es temporal y que por ahora ella lo está disfrutando; que no sufre. Y yo me pregunto hasta cuándo hará gala de tanta fortaleza. I’m sorry, fish; ¡Perdóname por tratar de llegar tan lejos! Gracias por no despertarme, le digo a Catalina.
Ya ni me acuerdo cómo conocí a Catalina. O mejor dicho, sí, pero a veces se me confunde con otros recuerdos que le he encargado a la compañía, pero la compañía no ha sabido programarlos adecuadamente, por aquello de que por estos días estamos lanzando este nuevo producto de las “feromonas a domicilio”.

En una de estas versiones, contenidas en Implantes “B”, estamos Catalina y yo sentados en las escalinatas de Union Square, pero no puedo escuchar lo que hablamos. Es como una de esas series gringas que uno veía en los televisores a blanco y negro, de los 70’s, y vos tenías que golpear el aparato porque de repente éste se quedaba sin audio. Así, más o menos, es el paquete de Recuerdos Implantados que tuve que pedir a la compañía. A veces unos vienen sin audio y a veces otros vienen borrosos, como los malos recuerdos de verdad, o sea: me refiero a los originales.

A ciencia cierta, la verdad es que este programa de Recuerdos Implantados es el más deficiente de todo el departamento de ventas. Existen rumores en los pasillos. Incluso se dice que Recuerdos Implantados es una especie de plan B, ante los errores del potaje, pero que ni el uno ni el otro dan los resultados ofrecidos. Muchos de los compañeros más antiguos aseveran historias terribles, muy a pesar de que a nosotros no se nos permite el negativismo. Bueno, al menos el 90% del adiestramiento va encaminado a reprogramar nuestro intrínseco fatalismo colombiano. Nos tratan de cambiar la idea ésta, permanente, de que la vida siempre nos va a fallar y lo cierto es que muchos lo llevamos muy bien, a pesar de los rumores, repito.

Pero lo que sucedió, en realidad, fue así. Fui a hablar seriamente con mi jefe. Le dije que mis sueños cada día se estaban descontrolando más y que, de recuerdos, éstos ya no parecían tener nada. Le dije que eran un montón de montajes dadaístas ahí. El hombrecito se río. Debo decir que mi jefe tiene una manera extraña de reír, y de vestirse y de caminar, porque mi jefe en realidad es un robot. Bueno, no un robot–robot. Es un robot mitad computadora. O una computadora mitad robot. O ni una cosa ni la otra, pero tiene esa manera extraña de reírse. Su risa más bien es un par de labios pixelazos, flotando en el aire, y no camina sino que se desplaza en bandas rodantes como las de los tanques de guerra y sus ropas son absurdos hologramas inspirados en el primer diseño pillado en internet.

Entonces, ya podrán imaginarse a lo que me enfrento yo, cuando decido hablar, cara a cara, con mi jefe. Por eso prefiero hablar con él por teléfono. Total, le dije que yo no podría seguir haciendo mi trabajo si yo mismo no confiaba en mi producto, si no lo asumía y si no me enamoraba de él. Que el potaje había sido un rotundo fracaso en mí y que sólo lograba despertar sueños salvajes al amanecer. Pero que de recuerdos nada. Cero pollito rayado. Los labios flotantes, entonces, sonrieron de nuevo y me mostraron su blanca dentadura en formato holograma, y trataron de tranquilizarme, diciendo que la compañía me iba a mandar un paquete de Recuerdos Implantados. Que lo esperara en mi dirección del inframundo y que eso iba a ser santo remedio.

De paso, mi jefe me dio un par de palmaditas en la espalda con su único brazo robotizado y terminó de consolarme anunciando que yo iba a ser el primer vendedor afortunado de experimentar con el programa piloto de Feromonas a Domicilio.
La carta decía lo siguiente, más o menos: “Nos permitimos informarle que el siguiente paquete de Recuerdos Implantados son una derivación de la información genética proporcionada por usted, al momento de registro con nuestra compañía. Por favor disfrútelos y disfrute de nuestro regalo de temporada. Cordialmente…”

A las feromonas ni siquiera las miré. Lo que sí hice fue darme inmediatamente un shot de Recuerdos Implantados y entonces aquí estoy, en el parque de Envigado, observando los cactus y el cielo, y los árboles, esperando que se me organicen los sueños y los recuerdos. He llamado tres veces a la compañía, pero ellos me dicen que tenga paciencia y que por favor sepa entender el momento coyuntural, por causa del nuevo lanzamiento del departamento de Feromonas a Domicilio.

Miro hacia un costado y veo un letrero de GANA, un poco inclinado hacia arriba. Las letras “A” son verdes, pero una de ellas, la “A”, entre la “G” y la “N”, es un poco más clara; como verde rila de pajarito, mientras que el otro verde es verde oscuro, verde rila de gallina, o verde policía si se quiere, verde Castalia.

Me pregunto qué significará todo aquello. Entonces me pongo a escribir. Luego fijo la mirada en un cartel naranja fosforescente que dice: “minutos celular $200”. Tampoco entiendo nada. Y sigo escribiendo. A mi lado se encuentra Catalina, quien se ha dignado a acompañarme hasta aquí. Le he dicho que hemos venido por una plata que me va a prestar un amigo, pero es mentira. Ella, igual que yo, anda muy preocupada.
La bebé esta solita, me dice ella.
Se refiere a nuestra moto, la cual a esta hora disfruta del parqueadero, en el parque, para ella sola. Tal vez más tarde vengan otras motos y llenen el parque.
La bebé esta solita, le digo yo, pero está feliz porque ya comió, vuelvo a decir.
Me refiero a que ya le hemos podido echar $5000 de gasolina. Ese es nuestro código cifrado entre Catalina y yo. Nuestros computadores y nuestra moto y nuestros i-pods, y nuestras cámaras, no se recargan como todos los aparatos que funcionan con batería y con gasolina. Nuestros aparatos son como bebés, y comen.
En otra versión de estos recuerdos, estamos ella y yo, viajando en un tren de Nueva York y ella me está diciendo que su género de cine favorito es el Realismo Social y, entonces, yo me enamoro más, porque no todos los días se encuentra una mujer que sepa de géneros cinematográficos y que precisamente le guste un género que vos respetás. Pero yo no me quedo muy seguro si este recuerdo data de la forma en que nos conocimos y, entonces, lo descarto, aunque el manual de uso, que vino dentro del empaque, decía:
“Recuerdos correspondientes a la forma en que usted conoció a su esposa”, pero yo, repito, no estoy muy seguro. Más bien lo dudo mucho.
Sigo escribiendo en el parque de Envigado y, cuando levanto la vista, Catalina me ha estado acariciando la cabeza y entonces veo venir a uno de los mensajeros de la compañía, con una caja en la mano, y es entonces cuando pienso en gaviotas al amanecer, rayando el cielo de una bahía en Nueva York, y en otras miles de imágenes que escaneo en un segundo y es entonces cuando pienso y temo, que ya no recuerdo.
• ¿Cómo hacés para olvidarte tan fácil de las cosas? –le digo a Catalina.

Pero sé también que se trata de un sueño. Que la pregunta no es real; aunque sí lo es, en cierta medida, porque a Catalina no parece asaltarla demasiado los recuerdos. A veces me veo soltándole datos de asuntos triviales, los cuales le tengo que repetir varias veces en diferentes épocas, pero yo creo que ella deja que esto pase porque no le gusta interrumpir a sus interlocutores una vez éstos hayan arrancado a hablar. Catalina es una de esas personas que no le gusta quitarle la palabra a nadie.

• Nunca las recuerdo. Yo siempre las sueño - me dice ella.

Catalina es muy buena conversadora y no es para nada una de esas personas a las que les gusta dejar con la palabra en la boca a nadie. Le gusta escuchar a Catalina, y por tanto practicar el arte de la interlocución.

Hablando de cosas y de sueños, y de recuerdos mismos, me acuerdo que debo poner a descongelar un paquete de Recuerdos Implantados para los clientes de la mañana. Hay tardes en las que me pongo a escribir y el tiempo se me pasa lo suficientemente rápido como para olvidarme de que tengo un empleo: en el que tengo que ayudarle a la gente... que se acuerden de cosas. Paradójico ¿no?

Pero también es hora de celebrar. Es la primera vez en mucho tiempo que Catalina y yo tenemos un sitio con ventana y este es un hecho menos trivial de lo que aparenta ser. Las ventanas de alguna manera han salvado nuestra vida tanto como se la han salvado a la mayoría de los homo sapiens. Las ventanas están aquí y han llegado para quedarse. Mi ventana actual tiene 3 alerones y esta dividida en 8 fragmentos, enmarcados en cuadrantes de madera como los de las casas viejas, y debidamente cubiertos por sus respectivos vidrios transparentes, un poco manchados, que miran al patio.

Pero antes de esas ventanas, como ya dije, hubo otras ventanas y después han venido otras épocas, muy duras, por demás, en las que me las he tenido que arreglar sin ellas.

Una ventana es algo muy importante en la vida de una persona. Mi primera ventana, como para mucha gente de mi generación, fue un televisor. Luego del televisor, vino el cine, y después del cine, fueron los computadores y entonces fue ahí donde se salvó la patria. Ya se sabe. Antes de los televisores, el hombre estaba solo en el mundo. Los curas habían fallado, los psicólogos habían fallado y la gente había demostrado su total capacidad para herirte y decepcionarte y hacerte sentir como un ser poco digno de amor.

En lo personal, yo tuve que irme hasta Nueva York para dimensionar el estado de soledad en la que estábamos los hombres. Fue allí donde verdaderamente entendí el valor de la soledad. En aquella ciudad todo el mundo andaba solo y Nueva York de alguna manera es el epítome de todas las ciudades del mundo; o sea: sitios con un montón de gente sola.

Entonces, allí, en Nueva York, me encontré con varias almas que por un tiempo quisieron compartir su soledad conmigo y la mía con el de ellas y era algo que se disfrutaba mientras duraba. En Nueva York aprendí que la soledad, cuando no es soledad, se convierte a lo máximo en una compañía de dos. Nunca de tres o más. A Nueva York le tengo que agradecer eso. Es una ciudad donde se le resta carga emocional a las manadas y se le suma valor a la pareja. Si caminas por Manhattan, ves que el mundo es una Coca-cola para beber entre dos y que las asociaciones no están en este siglo por hacer amigos, sino contactos; y que las personas están en este planeta para ser populares o famosas o a lo sumo prestigiosos, pero que ello no tiene nada que ver con una vida llena de significado, aunque sí lo sea de oportunidad de negocios y que ser popular o famoso o prestigioso o respetable es algo muy distinto a no estar solo o a que alguien quiera compartir sus problemas. O sea, tanto a oírlos como a contarlos.

Antes de NY y de las ventanas, yo era uno de esos soñadores. Yo era de los que creía que la gente quería compartir sus problemas. Entonces me dañaron. Nadie quería eso. Mejor dicho, muy poca gente quiere sincerarse, porque lo ven como un suicidio social y tratan como tal, como a suicidas autodestructivos, a quienes quieren abrirse; nadie quiere ponerse en escena a sí misma a no ser que sea con un cura o con un psicólogo o con una pantalla de por medio y tal vez cuando ya es demasiado tarde, cuando ya no se puede más; cuando se llega a un estado fronterizo y se siente que es imposible seguir fingiendo.

La mayoría de gente que conozco ha querido nada más que agradarle a la tribuna. Pasan por un espejo y saludan como si aquella persona reflejada se tratara de otra persona distinta a ellos. Entonces una vez entendido esto, yo también una vez me olvidé de hacer amigos, y empecé a trabajar para la tribuna. Dejar de lado lo que yo mismo pudiera pensar de mí. La moral kistch; una ética esnob del Qué-Dirán-? Bueno, el truco consiste en simular que se es muy sociable, también simulé mucho que hacía amigos, porque eso también hace parte del paquete. Puede dar buenos dividendos laborales a largo plazo. Y a veces, en el camino, también se corre con la fortuna de dejar enredado entre los alambres de púas a algún amigo verdadero.

Total, cierto día en Nueva York, a Catalina y a mí nos pasó lo mismo que me había pasado a mí en el inframundo: habíamos tomado la decisión de ser dos solitarios más en el mundo, pero la gente no nos dejó. Las ventanas nos habían atrapado; las ventanas volvieron irreal lo real y lo volvieron todo un juego, un juego muy divertido; pero ya era demasiado tarde. Todos quisieron palpar el mito, hacer de carne y hueso lo que hasta ahora era un rumor, una firma en el viento. Ya no estábamos solos cuando de verdad queríamos estarlo. Ya luego tuvimos esas ventanas de nuestros Macs que miraban al Myspace y al Facebook y al Gmail y antes ya habíamos descubierto esas ventanas que miraban al Suspenso y al periodismo del corazón y al Neorrealismo y yo ya sentí que no necesitaba ir a la tienda de la esquina para buscar a esa “gente que quisiera poner en escena sus demonios porque ni un cura ni un psiquiatra ni un televisor les habían bastado”, para darse cuenta de que sus propias tragedias personales eran una canción de cuna en comparación con los dramas de los demás.

¿Cómo sabés cuándo un recuerdo se trata de un recuerdo y no de un sueño y viceversa? Esa es una pregunta que flota en el aire y que yo sencillamente no estoy en posición de responderla. Me la hizo en días pasados mi cliente teólogo de la curia y yo estoy aquí mirando a través de una ventana tratando de respondérmela, para respondérsela a él. “Los sueños tienen diferentes niveles de realidad”, le dije, “son absurdos; tienen su propia lógica extraña y son surreales, podés viajar en el tiempo y teletransportarte, cambiar de lugar como por arte de magia; en cambio, los recuerdos son coherentes y tienen una cronología lógica”, acabé de comentar, para salir del paso, pues tenía una cita con Lucía, mi cliente exparamilitar que administra un grupo de casas en Prado Centro. Pero no creo que Felipe, el teólogo, ni yo, nos comamos el cuento de la coherencia y de la lógica esa.

Para mí, los sueños, si me preguntan, son estas gotas de lluvia que se deslizan por las hojas de los árboles y por las celosías de las casas después de llover y que luego se estrellan contra el piso. También las caminatas por un pasto amarillo en el verano y los charcos de guayacanes amarillos sobre el pavimento que dejan los árboles de Medellín, ésos son los sueños. Y los recuerdos, no lo sé; hace tiempos no tengo ninguno. Un calcetín verde, quizás. Pero no creo que sea una respuesta muy sólida para un teólogo que tuvo que haberse leído todos los libros de psicoanálisis, y de lingüística, para poder tener argumentos y defender su fe en cuanto a la existencia de Dios. No lo sé, yo solo soy un tipo que quiere llevar su motocicleta al taller y poder trabajar de nuevo en su Machintosh y, de vez en cuando, mirar a través de la ventana, hacia el patio lleno de begonias y de ropas al sol; y garabatear dos o tres frases en mi libreta de apuntes y prender la radio y escuchar Radiónica y, acaso, poder cuidar a su mujer, eso es todo.

Todo ocurrió de la siguiente manera. Al Llegar, vi el aviso en una de esas publicaciones que reparten en las urbanizaciones de estratos altos, ésas que traen publicidad de Carrefour, del Éxito y esas cosas. En aquellos días, Catalina y yo vivíamos en Cali. Fue allí donde llegamos, luego de nuestro periplo por Estados Unidos y de alguna manera nos sentíamos alegres de volver y cómodos y confortables y rodeados y muy bienvenidos. Todavía estábamos en los Gozosos. No acabábamos de caer en la realidad de querer al país desde lejos en contraposición a lo que significa tener que vivirlo, y sufrirlo, en carne propia. De alguna manera, cuando estás lejos, Colombia se convierte en algo parecido a todos esos productos artificiales que uno ve en la televisión, en una divertida película de guerra que uno puede sacar de circulación con solo apretar el switche.

Así que ahí estábamos nosotros, en nuestros primeros meses de retorno. Tumbados junto a la piscina, gastando dólares cómodamente y leyendo cupones de promoción en folletines publicitarios. No irían a pasar muchos meses antes de descubrir que Colombia y sus guerras eran algo más que real. Colombia y sus guerras eran algo personal.

El cupón decía que en Medellín se había abierto la primera clínica de “Reemplazo de Identidades”, la cual había encontrado la viabilidad legal y científica de borrar tus “registros tendenciosos al interior del inconsciente colectivo”. Se trababa de un mecanismo social que había buscado el gobierno para, de una vez por todas, pasar la página de la guerra y proyectarnos hacia el futuro. De seguro la política de gobierno había surgido en unas de esas planeaciones por escenarios que tanto se usan en los gabinetes, pensé.

En todo caso, decían que vos entrabas a la clínica siendo uno y salías siendo el mismo, pero con “la imagen social” cambiada, lo cual me venía como anillo al dedo, pues yo andaba bastante repodrido de que las voces de esta ciudad me usaran como punto de referencia, esa otra mala facha que reviste el problema de ser famoso.

Resulta que, de un recuerdo al otro, sentí que todos esos cocainómanos, administradores de dineros públicos, columnistas con voz, críticos, bloggers, artistas en ciernes y lagartos emergentes, como que quisieron entablar un diálogo conmigo. No podía decir ninguna pelotudez en público porque ya todos se lo estaban tomando a pecho, y ni siquiera esperaban a que se desvaneciera el crepuscular resplandor de la tarde para publicar sus grandes titulares con frases que yo había pronunciado, pero dándoles la vuelta. Era un hijo de puta muy chocante enamoramiento a la inversa. Como si todos, no solo en Medellín sino en todo Colombia, estuvieran desesperados por ganar un contradictor de colorido pop. Alguien que hubiera iluminado el cielo de sus oscuras y nebulosas noches, sin necesidad de despegar siquiera un poco los pies de la tierra.

Total, luego de haber sufrido aquel maremágnum de fama, lo primero que hice fue meterme a la bendita clínica y gastarme los últimos dólares que nos quedaban. En aquel momento pensé que era una buena salida para la encerrona de alto perfil en la que me encontraba; fiestas, entrevistas, habladurías, recelos, reproches y todas esas demás desagradables cuentas pendientes de un lugar que te pertenece, pero que se había traspapelado en algún quisquilloso resquicio del tiempo. Si algo había soñado con enjundia, había sido volver a la ciudad de mis amores de una manera totalmente anónima.

Y la cosa funcionó. No recuerdo bien los hechos subsiguientes a mi salida de la clínica, porque los linderos de Recuerdos Implantados a veces tienden a difuminarse, pero el hecho es que aquí estoy, en el inframundo, sentado en un bar viendo a los mismos activistas de siempre, pero ahora con poder político-administrativo, todos pegados de una raya de perico, siendo celebrados por los mismos zombies y las mismas ratas trepadoras de los medios, que no obstante se han arrastrado por las calles del inframundo desde tiempos inmemoriales. Creo querer pensar que ésta es la consecuencia directa más importante a la salida de aquella clínica, pero tendré que pedir otro paquete mejorado de Recuerdos Implantados para establecer mejor los detalles.

Imaginarse lo que es caer en el inframundo, enlodarse en él, revolcarse en la mierda oscura que su ecosistema implica. Rebajar el discurso a la estatura moral de sus personajes más emblemáticos y, en general, a la bajeza de todos su habitantes. Todo por causa de no bancarse más la hipocresía de ese otro inframundo que es la fama, pero viéndola vos parado de cabezas, un poco patas arriba. O sea: si se le da la vuelta y si se mira al revés: claro que la fama resulta siendo otro inframundo más sofisticado si se quiere. No hablemos aquí de popularidad, como ya dije antes, pues pertenece a otra esfera, a la esfera de los nobles ideales, a la del novelista que logró descubrir la verdades eternas, las sutilezas más trascendentales de la condición humana.

La popularidad pertenece a esa escurridiza y mojada afición de deslizarse a lo largo de las superficies acuosas, montado sobre la tabla de surfing de los mares más rojos. Como pasó con los pueblos de Israél, cuando Jehová los echó y los despojó de sus tierras. Pero eso es demasiado pedir. Si la cresta de las olas hubiera sido destinada para el hombre, al menos una nación se hubiera ido a vivir al océano más cercano. Popularidad, fama y anonimato, en todo caso, son cosas de los hombres y nunca de Dios. Pobrecito Dios. Tener que ser y no estar. Cansado de hacer cambio de luces en la curva más oscura del lugar. Meterse a un clínica, salir igual, pero a otro lugar. Una clínica psíquica que no te cambia nada a vos, pero que lo cambia todo afuera. Y vos con la gaveta de la moto llena de estopas muy engrasadas, de tanto limpiar las bajas pasiones de los días de esta ciudad. Días un poco lluviosos por las tardes, cuando el diesel del corazón se ha secado. Y estaciones de gasolina quietas en desiertos ondulados, por donde tu Plus siempre presenta problemas con el terreno, porque algo le falla en el motor. Tiene problemas con las montañas tu moto, aunque, con las bajadas y la topografía plana, todo bien. Habrá que llevarla al mecánico otra vez.


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