Por mucho que esa obsesión tenga sus raíces en la envidia, hay un alto grado de homenaje en un rechazo.
El ejemplo de Francisco Santos, secuestrado, es perfecto para explicar esto de la fama, pero a la inversa. La cosa funciona así: Santos empieza a establecer una relación de convivencia con su captores y lo comparten todo. Comen juntos, duermen juntos y ven televisión juntos. En una de ésas, nuestro actual vicepresidente siente la confianza suficiente para contar algunos, y muchos, secretos de todas esas celebridades que salen en los noticieros haciéndose propaganda subliminal de lo corteses y buena gente y decentes que son. Por lo que cuenta Francisco Santos a sus captores deducimos que hay un gran abismo entre lo que estos últimos están viendo por TV y lo que les está contando Santos.
Así opera esto de la fama. Vos podés utilizarla para ejercer el poder de crear la realidad que se te antoje, sobre todo cuando te ponen un micrófono frente a tus narices, para que digás lo que querás en vivo y en directo, y más o menos me sucede a mí lo mismo, cuando escucho a mis amigos en los medios proyectando una imagen de pulcritud, que en realidad poco corresponde a la opinión que yo pueda tener de ellos.
Por lo general, nadie se puede imaginar lo que hay detrás de la vida de un famoso. Ni siquiera la masa tiene la capacidad de ver lo que quiere ver, sino que ésta sólo alcanza a ver lo que los famosos mostramos, y aquellos trozos no tienen que ser siempre los más agradables, ni los correctos ni los adecuados y, la mayoría de veces, esos fragmentos oscurecen más de lo que iluminan. Por ello, el grueso de la opinión pública siempre tenderá a idealizar cuando de admiración se trata. Muchos creerán también que, si vos has tenido una exposición más o menos recurrente en los medios y en el mundillo y en el voz-a-voz, ello significará también dinero y amor y salud. Pero eso es falso. Nunca fama equivaldrá a esos temas, especialmente en un país tan tarado como Colombia. Ni tampoco fama significará necesariamente felicidad. La gente puede tolerarte más fácil la fama que el amor. Sé famoso, pero no feliz. Tampoco tengas una motocicleta Plus, azulita, en el garaje de tu casa, ni una esposa cuyo color favorito es el azul turquesa. La gente te quiere tal como te ve en la tevé. Popular como una Plus: un poco gastado como una llanta de repuesto, un poco vencido como un seguro de accidentes, un poco sin renovar como una licencia de conducir. Tal vez famoso y rico y saludable, pero nunca sonriendo en la foto de la matrícula de propiedad. Pero, vos fresco. Todos esos rumores que habías escuchado, de una primera dama, y de que detrás de todo hombre siempre habrá una gran mujer, sí terminaron siendo verdad.
Es una tarde apacible en la ciudad. Tarde de Domingo y el calor correspondiente al fenómeno del Niño se ha permitido darnos tregua. Un ligero viento aúlla entre los edificios de la Avenida Oriental, los cuales se han vestido un poco de gris pastel. Miro a la distancia y, agradeciendo un poco su soledad, veo la larga avenida, y de vez en cuando algún autobús pasando parsimonioso y saltándose los semáforos, sin respetar las luces rojas de los semáforos, y unos cuantos transeúntes aquí y allá y las horribles pirámides que pusieron los de la alcaldía para que hicieran de separadores, y a los lados esos elegantes edificios multicolor gustosamente diseñados en los 70’s, que parecen vigilarnos desde sus ventanas más altas, a los mortales de allí abajo, los que caminamos por la ciudad.
Por mi parte ando buscando desde hace rato un lugar digno donde tomarme un café y sentarme a escribir, pero parece que la reingeniería de la administración no le ha alcanzado sino para pensar en los eventos a gran escala y una vez más se olvidan de los pequeños detalles, que son los que en realidad hacen grande a una urbe. En lo personal, yo cambiaría esos majestuosos juegos suramericanos de tres meses, por veinte Starbucks que duren toda la vida, o por al menos por un par de Dunkin Donuts abiertos en Domingo.
Pero los pequeños detalles no son los que hacen famosos a los alcaldes sino los eventos tremendistas. Entonces se viene todo este año plagado de eventitis, en una ciudad donde no hay un sitio amable donde sentarse a mirar el centro y sus zombies sacados de una película de Víctor Gaviria. Es muy simpático. Salgan a mirar por la calles de esta ciudad un día festivo y adonde deberían ver parejas sonrientes, tomadas de la mano, van a ver zombies agonizantes, recién salidos de sus tumbas.
Te salvaría de muchas cosas un Starbucks. Te salvaría de la conciencia de tener que sobrellevar tu hambre y tus bolsillos vacíos en el inframundo, así como tomarte un café en un Starbucks de la Quinta Avenida te llenaba de esperanza en los tiempos post-attack. Porque, repito, una cosa es aguantar hambre entre miserables y otra cosa es aguantar hambre entre gente muy rica. ¿Se entiende?
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