19.6.10

Capítulo final

Era el futuro. Estábamos Catalina y yo cenando. Ya sabés; uno de esos típicos platos del inframundo; uno de esos platos que vos preparás sin mucho ánimo y con un poco de asco la verdad, por el estado de las cocinas en este lugar; uno de esos platos cuando cocinás y comés por no dejarte morir de hambre. Lo típico, repito. Arroz, carne y papá. Papá, salchichón y arroz. Fríjoles, tajadas y chorizo. Chorizo... no me lo mencionen. Creo que no quiero volver a comer chorizo nunca más en mi vida. Sudaos’; mondongos, sopas de guineo... ¡Lentejas! ¡Olvídalo! Estamos de lentejas hasta las narices. Ogao’. Salchichón. Creo que me he comido la mitad de la producción de Zenú viviendo en el inframundo. Es horrible. Odio el inframundo por la comida, sobre todo por eso, sin mencionar los panzzerotis y las empanadas de queso.

Así que dejé el plato de arroz con fríjoles que tenía frente a mí y me dispuse a comer una ensalada “a la Catalina”, lo único que se me hace digerible en este lugar. (Catalina hace unas ensaladas increíbles). Así es. Las ensaladas de Catalina eran lo único que me reconciliaban con aquel sueño. De repente extrañé la rúgula o un buen pannini con feta cheese. Qué tal un sabroso falafel... Al despertar miré la etiqueta de la ampolleta. No estaba muy seguro de querer seguir más en el inframundo. Quería estar de nuevo en Nueva York, no ‘importaba que tuviera que volver a ser famoso’. Total, me fui corriendo al teléfono y llamé a la compañía. Dije que quería un paquete de Recuerdos Implantados sobre mi vida en Nueva York, pero los del teléfono me dijeron que todavía estaba soñando. Entonces volví a la habitación y terminamos de comer. Fui a lavar los platos y me dieron arcadas mientras botaba los restos de comida en la basura. El panorama era más que desolador. Era electrificántemente oscuro. La caneca estaba a rebozar. Había kilos de espaguetis y empaques de Frutiño y de gusanos rondando entre restos de galletas Saltinas. Las paredes con una gruesa capa de grasa y un par de neveras oxidadas. De repente, entonces, se escucharon unos disparos. Provenían de la pieza cuyas ventanas daban a la calle. Era el cuarto que ocupaba nuestro vecino, el profesor de sociología vinculado con Comfenalco. Aquel que usaba pulseritas artesanales y que en cada celebración de la ciudad se disfrazaba con un vestido típico. El de lentes gomelos, muy fashion, traídos de Barcelona, con marco rojo, pero con unos zapatos muy “ortera” comprados en Junín. Julián, el mismo que salía todas las noches a fumarse un bareto y que se enfarraba en el Periodista y que amaba su programa de Clubes Juveniles. Y entonces, Catalina y yo íbamos corriendo a ver qué sucedía.

Allí estaba Julián, junto la ventana, disparando hacia la calle. A su lado, Carlos hacía lo mismo. Pensé que Carlos había sido quien había dotado al cuadro onírico de armamento. Los de la oficina habían venido a desalojar a Julián y Carlos le estaba ayudando a defenderse. Total, yo también me parapetaba, mientras Catalina se iba a la cocina a terminar de lavar los platos que yo había dejado enjabonados. Entonces, ‘El profe’, docente de la U. de A., también entraba a cuadro y agarraba su fusil. Calvo, de lentes igual, se reía socarronamente mostrando sus braquets cada vez que hacía un tiro hacia la calle. Lo extraño es que yo sabía que afuera, en algún lugar, se encontraba Lucía, mi cliente ex-paramilitar, junto a su ejército de matones a sueldo. Lo que pasaba siempre, es que esta señora impartía la orden de reventar el candado, como se dijo antes, violar la chapa, tumbar la puerta, hacer lo que fuera con tal de confiscar la ropa y demás bienes de los inquilinos cuando éstos se retrasaban para pagar sus mensualidades, algo que bajo todo punto de vista era ilegal y abusivo según el criterio de Julián y demás habitantes de la casa. Y ya había sucedido antes, pero era la primera vez que lográbamos organizarnos en torno a un proyecto de solidaridad con el compañero de turno.

Otro de los factores que ayudó a la consolidación de un amotinamiento, había sido que El Profe’ también estaba en periodo de prórroga para con el pago su arriendo y temía que de un momento a otro vinieran a despojarlo arbitrariamente, sin una orden judicial o con algo que se le pareciese. El Profe’ venía pasando por tiempos difíciles, todos lo sabíamos. En conversaciones esporádicas hasta había mencionado la posibilidad de que una mañana de ésas lo encontráramos colgado en el baño. Obviamente era un pobre tipo, sin casi nadie en la vida, quien desesperadamente clamaba por ayuda. Sus padres habían muerto no muchos años atrás y lo habían dejado a merced de sus hermanos, quienes “nunca supieron agradecer” el hecho de que El Profe’ hubiera llevado los gastos de la casa por los tiempos en que él “andaba en la buena” y “los demás” estudiaban. Ahora que andaba “en la mala” y que sus hermanos ejercían sus carreras profesionales, afirmaba no estar dispuesto recibir sus “limosnas”, y por ello se había venido a vivir al inframundo, mientras se resolvían los 20 millones que le correspondían de sucesión. Tenía muchos planes con ese dinero El Profe’. Pero mientras tanto, allí estaba con un fusil M16 en la mano, con aquella expresión de mirá-marica-qué-bien-que-nos-la-estamos-pasando. Un hecho muy loable teniendo en cuenta que El Profe’ escasamente se le veía sonreír últimamente y mucho menos comer. Sus afúgias económicas lo llevaban constantemente a estar pidiendo dinero prestado entre los demás miembros del inquilinato y su crédito se había agotado ya por falta de pago. Con frecuencia veías al Profe’, en los corredores de la casa, echándole el cuento a algún vecino despistado sobre un negocio de celulares, que supuestamente venía montando con un amigo de la “U”. El tipo se te llevaba el celular con la promesa de que lo iba a cambiar por un blackberry, tan solo por un excedente de 10 mil pesos. Nada más tenías que esperar unas dos semanas sin celular mientras se legalizaba toda la transacción, pues los Blackberries “había que importarlos”. Total, vos terminabas sin celular un mes y el negocio del Balckberry se dañaba por alguna razón y los diez mil pesos un poco dilatados la verdad, aunque, sí, vos recuperabas tu celular original, no obstante. Por mi parte, yo nunca le jugué a lo del teléfono, pues Catalina y yo estimábamos mucho al Profé’ y no quería dañar esa estimación. Nadie quiere ganarse una rabia de dos semanas sin celular.

El Profe’ se había portado muy bien en nuestros primeros días de aquel sueño. Siempre muy colaborativo y dispuesto a ayudarnos con lo que pudiéramos necesitar. Era una buena persona El Profe’. Siempre dispuesto a darse a los demás, lo que hizo que se metiera en muchos problemas, pues suele suceder que una persona muy involucrada termina siendo presa fácil de los lobos en el inframundo. Una persona muy involucrada nunca sabrá distinguir entre el inframundo y la superficie. Lo que vos tenés que hacer con las criaturas es relacionarte, pero tratar de nunca involucrarte. Una persona muy involucrada siempre será víctima de todo por descuido, al menos una vez, pero casi siempre muchas veces. Una persona involucrada siempre tiende a revolcarse en el fango de esos cerdos que somos la raza humana en general y por lo general su destino es salir dañada de todo pantanero. Una persona involucrada en todo caso siempre será un envío del Señor y tardará mucho, acaso pasará toda una vida, antes de darse cuenta de que como hijo de Dios debe tender siempre a salirse del muladar; buscar siempre ponerse a la altura divina de la luz encendida en los pisos superiores y respetar la horma con la que fuimos hechos; o sea, Dios.

Y Dios tenía allí a uno de estos seres puros suyos; o sea, a Luis, El Profe’, dándose chumbimba con una gente que de verdad, verdad, venían de parte del Enemigo. Pero es así con muchos guerreros de Jesús. Lo son y no lo saben.

El viernes 8 de diciembre (aquel) de un sueño remoto entre todos los sueños que uno suele soñar, sin embargo, el palo no estaba pa’ cucharas y era el inframundo. Era la peor hora del día también. La una y 25. Una hora demasiado tonta en el medio de ninguna parte, una hora de querer apostarlo todo y no poder, como cuando vos vas conduciendo por la orilla de la autopista y hay muchos carros alrededor y vos te querés tirar por la raya blanca, el espacio ése que deja el tráfico de todas la carreteras del mundo para que las motos puedan avanzar por allí, pero no lo hacés porque en el fondo sabés que la raya blanca precisamente no fue hecha para eso y además los grandes camiones te tienen totalmente arrinconado, así que te toca seguir por donde vas, por la eterna una de la tarde. Yo me cuestionaba, no obstante, de lo paradójica que era la vida. La ciudad entera se regocijaba en celebraciones culturales “muy decentes”, como solía llamarlos su alcalde, mientras nosotros estábamos dándonos candela con ese tipo de colombianos con los que todos en la república bananera querían pasar de agache. Pues bien, nosotros no éramos “todos” y allí estábamos, junto a la ventana, defendiendo nuestra puta casa alquilada.

- Usted escribe obsesionadamente sobre el tema de la decencia en su última novela. Entrelíneas se puede notar una subrayable preocupación por la respetabilidad y el miedo a perderla.

- ¿Me está preguntando, está afirmando? ¿Me toma del pelo? - le dije al periodista.

Sé que es una pregunta y flota en el aíre como pluma de gallina que es lanzada desde un balcón, algún artefacto biológico que se convierte en arsenal de acribillamiento diez centímetros antes de tocar tierra.
En efecto, sabía que era una pregunta, desde antes, pero quiero darle algo de vidilla a este monótono diálogo de televisión. El tipo llegó muy temprano esta mañana, pero yo iba de salida a visitar un cliente que tiene un programa de radio en Todelar, uno de paquete “feromonas”(lo de Recuerdos Implantados anda flojo). Le había dicho al periodista que no podía atenderlo, que volviera mañana, pero fui a visitar a mi cliente y cuando volví, cinco horas después, todavía estaba allí a las afueras del inframundo, sentado en un par de troncos viejos. Lo vi un poco embelesado con una zombi anoréxica que arrastraba una de esas cajas de plástico donde se empacan los quesitos. Dentro había un monopatín averiado y unas bolsas negras y ella llevaba una silla Rimax rota, al hombro. La zombi trataba de vender sus corotos a cuanto transeúnte se topaba. No me quedó más remedio. “Déle candela a esa cámara”, le dije. Era una Panasonic HDV de última generación, de tarjeta 64, muy fina.

- Obviamente, le pregunto - dice.

- Mire, es que es una cosa de aquí, muy del lugar, como el color local del país más indecente del mundo. Mire a nuestro presidente. Todos sabemos lo que es, pero todo el tiempo lo vemos defendiendo un honor que no tiene. Y de ahí para abajo es un mal nacional, nuestro deporte favorito, “Preocupación por la Decencia”. Y ello estaría bien en sociedades de una sola moral, pero en Colombia no sabemos qué es eso, no va en nuestro ADN. Quería también revertir el efecto también de un montón de equivocaciones que había cometido en mis anteriores novelas. Es increíble lo que se logra con literatura, no se imagina. Yo he dotado de identidad a un montón de amigos que nunca han sabido quiénes son. Desde siempre ha sido así. Una vez le dije a un amigo de la universidad que debería trovar y hoy en día tiene la oficina de trovadores más grande de toda la zona de Urabá. Igual, una vez dije de un amigo que era “un señor”, sin serlo, y se la creyó. Hoy en día anda firmándose en Twitter y en Facebook como “El Señor” yo-no-sé-qué. Así fue. Al escribir de cierta gente, positivamente, acogieron esas ideas de caballerosidad que yo les endilgué. Y eran personas muy cercanas, pero el problema es que su decencia era tan débil que sólo sobrevivía en la ficción y en relación a mis defectos de carácter. Entonces, cuando volví a Colombia se acercaron a beber de esos defectos porque eran lo único que reafirmaba su respetabilidad. Sin mi falta de virtud, la rectitud de ellos no era nada. Necesitaban mis excesos de adolescente como al agua. Pero la mala noticia para ellos fue que esos defectos de carácter ya no existían porque habían sido creados por la fábrica literatura, y tal vez habían sido reales pero ya se habían convertido en pasado y en dramas proyectados en un papel. No digo que me había convertido en un santo, pero ya mis defectos iban por otro lado que nadie conocía; hasta de pronto eran peores, pero ya no tenían nada que ver con la indecencia. Lo mismo sucedió hasta con mi mamá, no se imagina lo que es meterse con la identidad de las personas en literatura.

- Charly García dice en una canción: “si me margino, me margino porque sí”. ¿Por qué decidió marginarse usted?
- ¿Perdón? - digo - ¿me repite de qué medio viene usted?
- Soy periodista independiente. Este material es para la red. Para un blog de literatura que tengo con unos amigos. Claro que si me permite, pienso usar este material en mi tesis de la universidad.

Después de dicho esto, me fresqueo.

- Lo de la marginalización viene después de notar que muchas voces interesadas en escribir artísticamente, o en figurar editorialmente, como que quieren untarse de lo bien que estás escribiendo, del buen momento creativo por el que estás pasando; de los distinto que sos, no sé; como que de alguna manera quieren competirte o ser parte de un movimiento que en realidad es un esfuerzo personal más que una adhesión a alguna escuela o tendencia o mundillo. Como que quieren matricularse en tu estatus generacional y eso es apestoso, créame. Entonces lo de la marginalización es como una renuncia, como decir: no quiero pertenecer a tu estúpida generación ni a ninguna de tus esferas, nunca lo quise, I don’t need that shit.


“¡William Zapata, entréguense o los bañamos a punta e’ plomo!”, gritaba Lucía desde afuera.


- La comunidad de psicólogos anda muy enojada con usted - me dice el estudiante.

- Lo sé, de hecho me han hecho varios atentados emocionales a través de los medios, a pesar de que, en persona y a solas, son super queridos conmigo. En grupo cambian y hacen poesía de voracidad como todas las personas. La comunidad de psicoanálisis nunca había estado tan organizada desde que se destapó el escándalo de Recuerdos Implantados. Lo ven como algo artificial y pernicioso; dicen que el producto no puede ser real, que son realidades inducidas, pero yo no fui quien se inventó la cosa; yo solo la hice popular.

Nuestra Plus azulita se encontraba parqueada en medio del tiroteo, pues siempre me gustaba dejarla a las afueras de la casa, mientras se le pasaba el olor a gasolina quemada, olor a dióxido de carbono acumulado durante el día a través de las calles montañosas de esa ciudad. “Cuidado con ir a pegarle un tiro a la moto, niñas”, les decía yo a los otros, “apunten más arribita”. Entonces una bomba de humo se coló entre un resquicio de la ventana, proveniente del otro lado de la calle. El Profe’ suelta su M16 en el suelo, toma la bomba y la devuelve a la calle.


- ¿Cuándo vamos a poder leer sus libros en papel? Usted una vez publicó en su Myspace que se iría a lanzar.

- Mire, esa era mi idea de volver al país, pero, cuando toqué tierra tropical, vi la clase de literatura que merecía el gusto del escaso público local y me desanimé. Enseguida me di cuenta de que aquí no hay interés por crear un target para lo que yo escribo, ni para la literatura en general, y los pocos escritores independientes aquí publicaban nada más que para leerse a ellos mismos y “ellos mismos” eran media docena de perversos columnistas de prensa y 10 starving borrachines del Festival de Poesía y ninguno se atrevía a salirse del esquema. Los escritores en Colombia son como los mafiosos de todo el mundo. Su principal obsesión es la honorabilidad y al final terminan publicando para que los lea el papá, la mamá y los primos. La honorabilidad mata al artista. Es un precio demasiado barato para todo lo que se pone en juego tras la publicación en papel. Acá todos beben demasiados tintos en el café del mutuo elogio.

- También estaba lo de la fama. Pensé que si tan solo publicando en internet se me había venido todo ese coge-coge, con un libro en las editoriales sería peor. Por demás, le tengo un terrible temor al vampirismo. La historia editorial y todo lo que le rodea es una densa y compleja historia de vampiros, ¿sabe? Vampiros de toda clase. La sangre en ese mundo solo la tienen unos pocos y yo me niego a donar la mía allá. Prefiero darla gratis en la red. Solamente una vez mandé un manuscrito a una editorial de Miami, pero nunca me ha inspirado confianza esta gente. Digamos que soy una adicto a todas estas teorías de la conspiración y me las creo. A pesar de todo, una vez también mandé un manuscrito a un concurso y me supo a cacho. Creo que si de verdad hay alguien conspirando en el mundo, es la gente de las editoriales y los concursos. Sin embargo sé que hay gente que se especializa en ganarse estos concursos. Pasan un 10 por ciento del tiempo escribiendo y el 90 por ciento lagarteando. - Sonrisa. - Y la idea también era recuperar los placeres simples, ¿me entiende? No sé. Por eso también lo que hice fue ingresar a una de esas clínicas de suplantación de identidad; no sé si las conoce. Si de verdad empiezas a creerte el cuento de una industria subnormal, corres con el riesgo de perder la felicidad que te produce la ida al granero de la esquina y volver a casa tranquilo, a tus programas de radio, y a las comidas de tu esposa. La idea era desde el principio quitarse unos cuantos ojos de encima.


- ¿Qué se siente estar en boca de todo el mundillo?

- Pues sinceramente nunca me doy cuenta. Es a veces que me pasan el dato de gente que me menciona en corrillos que yo nunca he pedido estar. Evito hasta lo posible relacionarme con artistas o periodistas desde hace varios años ya. Me cae mal todo eso que tienen que hacer para sobrevivir. Lo otro es que nunca leo a ningún autor colombiano, con contadas excepciones. Y me parece desequilibrado sentarme a hablar con gente que vive pendiente de mi trabajo, pero a la que yo nunca he leído. Bueno, me refiero a los que me quieren, porque estoy seguro que la mitad de la gente que me sigue la pista lo hace por ver que hay de nuevo, un poco desde la cama del asco. Es más o menos el karma de vivir un paso adelante del resto. Pero me disculpo a través tuyo por no leerlos.

Luego de dicho esto, invito al periodista a entrar a la casa. Vamos en busca de una taza de café. Avanzamos por un garaje donde guardo varada la Plus, junto a otras motos de los demás inquilinos. Sobre los adoquines marrones se extiende una larga mancha de aceite proveniente de un escape en el motor.

“Tenés suerte de estar aquí”, le digo al periodista, “todos estos días han venido unos cuantos como vos, sobre todo extranjeros, a que yo les dé una entrevista. Vos sabés, gente de circuitos underground y cosas así. Vienen con el sello marcado en la frente, pero para mí esa cosa under me parece muy 60’s. Entonces los mando a la mierda. Odio toda esa pose hippie; todo lo que huela a activismo y a macrobiótica y a contracultura Zen me repele. No sé porque se empeñan en encasillarme en eso. Lo último que yo he querido es reivindicar los derechos de nadie. Conozco a los humanos, ¿sabe? Al final todos lo que desean es hacer negocio de algo que debería ayudar, pero que no termina ayudando a nadie”.

Llevo puestas unas chanclas que yo mismo hice recortando unos tenis viejos y un pantalón de pijama que me queda de mi Era-Nueva York. Antes usaba unas pantuflas gigantes de Homero Simpson, de esas que parecen escarpines para adultos, pero se habían convertido en el hazme reír de la casa, así que tuve que archivarlas. La camiseta de Maradonna también ha sobrevivido a los años de la transición, como los he llamado yo. Aún no descubro la transición hacia qué, pero de todos modos sé que es una larga transición por disolvencia, un gran efecto de video encadenado, hacía un lugar mejor. Nada de cortes directos. El raccord casi invisible, es mi mejor amigo. La continuidad violada.

El garaje es uno de esos recintos oscuros por los que se entra a muchas casas colombianas. Alguna manguera en un rincón y algún cacharro de rebujo que no cupo en el cuarto de San Alejo. Acaso una pelota de caucho también. La sensación exacta es de luz al final del túnel y de túnel al final del tiempo. También hay un teléfono al que solo le entran llamadas y con el que no se puede llamar. En el recorrido nos encontramos con varios estudiantes que son mis vecinos. Gente joven, casi todos ellos matriculados en la Universidad de Antioquia, nativos de diferentes ciudades colombianas. De la costa en gran parte. A lo lejos se escucha un vallenato saliendo de la habitación de la colonia cordobesa. Es el profesor de la Nacional que a veces le sube todo el volumen a su celular. Huele a carne encebollada. Es más o menos la hora del almuerzo. Tal vez hígado. “Uno de esos placeres simples que me hacen feliz en este país”, le digo a Ramón, el periodista que ha venido esta mañana a entrevistarme. “En un universo paralelo, todos mis vecinos son gente de mala calaña y corren con el riesgo de quedarse a vivir toda la vida en casas de inquilinato como éstas. También hay una balacera”, digo. “Pero, en este universo mis vecinos son gente que en unos cuantos años estará viviendo muy bien, en apartamentos caros y cobrando una alta suma profesional en alguna empresa estatal o privada. Son estudiantes de carreras importantes, ¿no ve?”

-Pero también habrá gente que no lo logre - dice Ramón.

- Obviamente - digo - no faltará el descarriado que termine montando un bar o produciendo películas criollas o yéndose para el extranjero a sudakiar.

El periodista parece uno de esos representantes del Nuevo Periodismo que sabe lo que hace. Uno de esos bárbaros que no le da pereza untarse ni hacer preguntas indiscretas ni escatima en esfuerzos para decir lo que piensa. Se nota que le gusta bajarse de la tribuna y ver los toros desde la arena a este Ramón. Me cae bien. Espero que irrespete el cambio de punto de vista, y las demás reglas, cuando escriba sobre mí. Veo que lo filma todo, pero en el garaje ha decidido apagar la cámara por razones de luz, supongo. Cuando llegamos al patio, Ramón vuelve a prender la cámara y graba un grupo de ropas extendidas al sol. Nos olvidamos por un momento del café y nos ponemos a conversar entre begonias y anturios y millonarias y chafleras. Es una de estas casas viejas, en buena parte con pisos de madera y con patios grandes, intercalados entre los salones y las habitaciones. La luz del sol se cuela entre unas tejas de Eternit, rotas por el paso de los años. Le pido a Ramón que me deje manipular un poco su cámara y me pongo a filmarlo a él. Le hago un tilt up desde los pies hasta la cabeza, desde las zapatillas Nike hasta su motilado estilo totuma. Me gustan los Nike.

- Es una Sony de 1280 líneas, ¿cierto?

- 1080 - me corrige Ramón.

- Como dicen los españoles, a veces me da mono de hacer documentales cuando veo una cámara como éstas - digo.

Ropas húmedas se amontonan medio extendidas entre los cables improvisados con cabuyas de costal. Es un largo puente festivo, una de esa clase de fines de semana en los que todo el mundo tiene la posibilidad de verse las caras en terminales de transporte y en aeropuertos o una de esa clase de fines de semana en que otros aprovechan para lavar sus ropas acumuladas.

- Me caés bien, Ramón. Se nota que sos de esa clase de periodistas que escribe y comenta desde el oficio. Me apenan todos esos críticos de cine que se dignan a abrir la bocota sin haber cogido una cámara de video siquiera. Nunca saben de qué va una escaleta o una planta de luces o loggear imágenes en un Final Cut, y luego se atreven a cualificar y descalificar películas a razón de “que han visto mucho cine”. Me producen sincera vergüenza-ajena, man.

- Bueno, es una enfermedad de los tiempos. La mitad del planeta se cree entrenador de fútbol y la otra mitad se cree director de cine.


- En efecto. Solo que los peores están en los medios. A veces la obscenidad y la depravación son insondables.

Una gallina pasa picoteando por el suelo de cemento. Sale de una de las piezas.

- A veces hablamos con mi esposa de irnos al campo. - Digo - Dejar todo esto. Aunque después de vivir en Nueva York se me hizo imposible volver a vivir en los extrarradios, por fuera del centro. Al llegar, traté de vivir en el barrio de mi madre, no muy lejos de aquí, pero me hacía falta esa cosa newyorkina de convivir en un lugar más o menos plano, entre comercio de todo tipo y esa basura en las calles y esos locos de cobija y estos personajes extraños que solo se ven deambular en los downtowns. Aquí vos abrís la puerta de tu casa y de repente el Circular Conatra te frena en las narices y, si no cerrás a tiempo, se te mete algún zombi hasta la sala de la casa, pero encontrás de todo, cuando salís tarde en la noche a comprar comida. Eso compensa todo este ardor marca-Diesel de la garganta, muy la contaminación de Medellín.

Un poco agobiados por tantos silencios respetuosamente pesados entre la conversación, pasamos al cuarto donde vivimos Catalina y yo. La idea es mostrarle unas fotos que coincidencialmente ando desempolvando por estos días. Ramón saluda cortésmente a Catalina quien descansa sobre la cama después de haber estado todo el día cocinando y lavando y limpiando. Catalina es una de esas mujeres que prende la locomotora muy temprano en la mañana y no para hasta muy entrada la noche. Generalmente no hace siesta, pero a veces se tumba un rato a descansar con los ojos cerrados. Atrapo la fotos sobre mi escritorio y le pido a Ramón que volvamos al patio, para dejar descansar a mi mujer. Es una pequeña habitación de 200 mil pesos, con buena luz y muy buena aireación. Sus únicas paredes de concreto son las que, número 1: da al patio y soporta el ventanal de cristales manchados y, número 2, da a la casa contigua. Las otras dos paredes son divisiones de triplex estructuradas sobre lo que antiguamente había sido una sala comedor, pero que ahora se han convertido en cubículos para dormir. Se trata de más de 12 habitaciones altamente comunicadas entre sí.

- Me tocó volver a la docencia de cátedra - le digo a Ramón, mientras le paso una fotografía donde estamos mi padre y yo caminando por la autopista norte, a la altura de Girardota. Mi madre viene un poco retrasada, con un bolso vacacional a su espaldas. Era la época de los suecos setenteros y se le alcanzan a ver en la imagen. - Tal vez en pocos días podamos pagar un apartamento más clasemediero.

- Esta es mi madre y este es mi padre - digo. - Yo tenía unos nueve años ahí. A veces pienso que todo el dolor de mi escritura proviene de una imagen como ésta. También creo que en una imagen como ésta es donde se originan muchas tragedias de la gente como yo. Aquí mi papá y mi mamá habían acabado de alegar. Discutían por todo cuando salíamos, aunque recuerdo un par de paseos felices donde no pelearon. Pero en este día sí lo habían hecho. No recuerdo por qué ni en dónde. Pero me acuerdo que mi padre estaba un poco molesto porque se le había dañado el carro y la moto y aquí nos habíamos acabado de bajar del bus intermunicipal. El caso es que ésta es la típica imagen de una clásica familia nuclear desintegrada. Mirá, Ramón: adelante venimos mi papá y yo y él hace mala cara y yo comparto un poco su enfado. No sé por qué yo siempre tendía a tomar partido a favor de mi padre cuando peleaba con mi madre. En el fondo siempre sabía que ella era la jodona, pero en lo incidental. En lo estructural ahora yo tendría que echarle toda la culpa a mi papá. A veces pienso que si el matrimonio de mis padres se hubiera salvado, yo me hubiera convertido en otra cosa de lo que soy. Mi naufragio en ese hundimiento de alguna manera me hizo refugiar en el cine y en los medios de comunicación y en los libros porque son éstos los que cuentan historias para eso, para que la gente se resguarde en ellos. Creo que fue hasta el divorcio que yo era un adolescente normal, después del divorcio fue cuando me volví lo que la gente suele conocer como “un raro”. Si yo no me hubiera tenido que refugiar en los libros, hoy en día sería un ingeniero o un obrero, un ser felizmente ingenuo, uno de esos miles de mortales que pasan por la vida sin hacerse demasiadas preguntas. He pasado por toda suerte de procesos ideológicos, pero al final siempre termino volviendo a una foto, man.

Luego agarro otra foto y se la paso a Ramón.

- Aquí estoy el día de mi primera comunión. Es la casa de mi infancia, estos son mis primos y mi primas y estos mis amiguitos del barrio. El gato se llamaba Toto. Esa chaqueta me la confeccionó mi mamá con sus propias manos, en una máquina de coser Singer. Era de pana. Crecí en un entorno rodeado de animales y esperanzas. Tuve tortugas y perros y gallinas y toda suerte de pájaros. En esta casa había un gran patio detrás, donde pasaba eternas tardes de felicidad jugando con mis vecinos. Cuando pasaba un avión, jugábamos a que venía por nosotros y salíamos disparados a escondernos dentro de la casa. Nunca me preocupé por nada esencial hasta mi adolescencia tardía. Fue muy bella mi madre conmigo en esos días. Le encantaba que la casa estuviera llena de niños y siempre nos daba galletas con mermelada de piña y leche. En esa época todas las preocupaciones eran imaginarias, trasladadas desde la tradición oral o desde los medios. Mis padres, aunque muy liberales-que-votan-conservador, me enseñaron indirectamente a decir mentiras, pues su forma de castigar era muy estricta. De todos mis miedos infantiles, el más intenso era al castigo de mis padres. Eran los más tiernos del mundo también. A veces mi madre me dice que a mí lo que me faltó fue más rejo cuando estaba chiquito. Y te digo, Ramón, sí, en cierta medida fui un niño muy consentido. Siempre andaba metido en problemas con mis semejantes, más no con la gente grande, incluso en el colegio. Descubrí el miedo de este país, traducido en la desaceptación, desde muy joven. Considero que toda la mierda colombiana viene de esa palabra: MIEDO. En mayúsculas. El miedo nos jodió a los colombianos. Estamos cagados Ramón, ricos, pobres y millonarios estamos cagados del miedo, más que cualquier otra sociedad en el mundo, necesitamos que el Mesías venga ya, para que nos arranque el hijueputa pánico en el que estamos sumergidos. Y no hablo de miedo al otro, sino del miedo a nosotros mismos. Por lo que somos. Luego del colegio, uno muy católico y privado, vino la universidad y con ella Hemingway y Cobain (imaginate, un par de suicidas) y también esa histeria rara que me cogió allí, esa mezcla rara de fama y de final de la inocencia y de drogas, BUM! Una bomba letal. Sin embargo, nunca me encochiné. Eso vino después, pero en general la mayor parte de mi vida la he pasado como flotando varios metros sobre la superficie de la tierra y eso me ha protegido mucho. Me la paso como viendo a los humanos desde el aire. Y, a veces, cuando he decidido bajar y untarme con ellos obviamente salgo con barro hasta en las orejas. Ahora mi objetivo es saber cómo recuperar esa ingravidez.

Me canso con las fotos y estiro un brazo y bostezo. Ahora estamos en la cocina. A través de una ventana podemos ver el metro serpenteando a lo largo del viaducto, entre las estaciones Hospital y Prado Centro. Más allá, el estadio Atanasio Girardot, el cerro El Volador en primer plano y, al fondo, un poco menos nítido, el sistema montañoso de la Cordillera Occidental. Es como si hubieran dibujado a la ciudad por capas esta tarde y le hubieran puesto diferentes filtros a cada una de las capas.
Bajo del fogón de gas la olla con agua hirviendo y la vierto en un par de pocillos azules. Cuando empiezo a destapar el Nescafé, suena mi Samsung y lo contesto y le indico a Ramón que termine la operación del azúcar.

- ¿Sí? Ah, qué hubo, jefe. Claro. Ya voy para allá.

Cuelgo y me meto el Samsung al bolsillo de la pijama.
- Es mi jefe nuevo - le digo a Ramón - parece que tengo que ir a firmar contrato a la universidad. Ahora puedo mandar a la mierda ese trabajo con Recuerdos Implantados. Nos tomamos nuestro café casi en silencio y paso por la habitación para avisarle la buena nueva a Catalina y para cambiarme también. Ramón y yo nos despedimos de ella y salimos por el garaje. Al pasar junto a la Plus le pego una patada de cariño, “estoy regalando esta Plus, Ramón, ¿la querés? Está buena. Sólo falta meterle por ahí unos cien mil pesitos”.

- ¿Y vos por qué no la arreglás? - Me dice Ramón.

- Es que voy a comprar otra. De pronto una Vespa. A ésta ya casi se le vence el seguro también. A la final me quedo sin moto un tiempo, también. Estoy un poco agotado de quemar gasolina. De pronto vuelvo a mis días de tirar infantería, o hasta de pronto me compro un carro este año también. Es hora de preparar el terreno para una familia.

Le digo esto a Ramón con mucha esperanza, pero todavía me falta quitarme el implante de Memoria Selectiva, donde la Plus anda parqueada en medio de un tiroteo y donde veo que afuera de la casa llegan más refuerzos paramilitares para llenarnos de bala hasta los tuétanos. Ahora eran como 200 los sicarios que disparaban desde afuera. Varios de aquellos disparos entraban libremente por las paredes de bareque e iban impactando a Julián y al Profe’ y a Carlos y a Camilo; uno a uno, todos iban cayendo a mi lado y Catalina venía de lavar los platos y me decía, No hay escapatoria, y Lucía, la ex-paramilitar, me gritaba William Zapata, ¡lo conozco!!Yo sé quién es usted! Entonces veíamos venir un comando de policías y soldados y se ponían a disparar junto a los paras’ en nuestra dirección, y yo le decía a Catalina, encima de nuestros vecinos muertos:

- ¿La cárcel o la muerte?

Y Catalina me decía:

- La muerte.

Y entonces cogíamos más fierros y nos íbamos de frente, con un fusil en cada mano, disparando contra los paramilitares y ellos nos llenaban de bala en todo el cuerpo y quedábamos tendidos en medio de la vía, junto a la Plus toda agujereada por los tiros que le hemos pegado.

Ahora escoja usted lector, el final que más le apetezca. En uno de ellos estamos Catalina yo, derrotando a los paras’. En el otro, vamos a la cárcel y suena una canción de Inxs llamada By my side y se ven imágenes de Catalina y yo acurrucados en nuestras respectivas celdas, soñando que estamos uno junto al otro, abrazados. En un tercer final, logramos fugarnos de aquella balacera y vemos a Ramón llevándose la moto del garaje (buen sujeto ese Ramón, un bárbaro) y nosotros yendo en una Vespa dorada, a comprar un Macbook en la tienda de Apple y descargándolo en la sala de una casa a las afueras de la ciudad, donde vivimos cómodamente entre nuestros muebles traídos de Cali y con un patio lleno de patos y gallinas y tortugas y perros y toda suerte de pájaros ornamentales. Yo le estoy diciendo a Catalina que termine ella de desempacar el Mac nuevo, que yo debo ir a escribir. Así que le doy un beso, atrapo mi libreta de apuntes, y la Vespa, y me voy por enésima vez a la terminal de transportes, a estudiar todos esos viajeros recién desempacados de los buses intermunicipales. En el trayecto hacia la terminal, veo a Sandra entrando a uno de esos restaurantes al lado de la carretera. La reconozco con solo mirarla un instante. No ha cambiado mucho, se ve conservada. Ella no me ve a mí. Recuerdo sus palabras la última vez que hablé con ella, hace muchos años ya, después de haberle prestado un cuaderno para que se desatrasara: “usted tiene su nombre apuntado por todas las páginas, ¡Eh! ¡Qué ego, mijo!”. Después de eso nunca la volví a ver, hasta ahora. En el I-pod suena una de Andrés Calamaro, ustedes le ponen el título. Yo me quedo con ésa que dice:

MIRANDO EL RÍO/ UNA RUMBITA TE ESCRIBÍ, MIENTRAS TE ESPERABA / CON EL PECHITO INQUIETO Y ALEGRE, Y UN ANDAR DE NO SER DE ACÁ / DE AQUÍ NO ME MOVÍ / DE TU VÉRTIGO MÍO, DE TU SONRISA VERTICAL / QUÉ MISTERIOSA ES UNA ROSA DE HIROSHIMA Y LA RUMBA QUE HAY / LA RUMBA SE RÍE, NO SABE SI ES RUMBA / SERÁ UN MOMENTO NADA MÁS (DE ETERNIDAD)/ DE ÉSOS QUE ME DAS / TODOS LOS DÍAS, TODOS LOS SEGUNDOS, INFINITAMENTE, LA ALEGRÍA DE VIVIR EL SENTIDO QUE DA LA VIDA EL VIVIR CONTIGO / EN EL CIELO, EN EL SUELO, EN CADA UNA DE TUS COSAS / EN EL CIELO, EN EL SUELO, EN CADA UNA DE TUS COSAS /LA RUMBA SE RÍE, NO SABE SI ES RUMBA / SERÁ UN MOMENTO NADA MÁS (DE ETERNIDAD)/ DE ÉSOS QUE ME DAS / TODOS LOS DÍAS, TODOS LOS SEGUNDOS, INFINITAMENTE, LA ALEGRÍA DE VIVIR EL SENTIDO QUE DA LA VIDA EL VIVIR CONTIGO / EN EL CIELO, EN EL SUELO, EN CADA UNA DE TUS COSAS.
FIN

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