A ciencia cierta, no sabría cuándo lo de las entregas empiece a dar ganancias. Por el momento ni siquiera alcanza del todo para la gasolina. Hay semanas inclusive en que tengo que dejar la moto en casa y decirle al jefe, Ey, esta noche no puedo ir a trabajar, pues tengo la moto mala. Y entonces, el jefe no se da por enterado y a mí tampoco me da el orgullo para pedirle que me chute más clientes y la cosa se queda así. Mi esposa y yo nos conformamos con fingir que yo no estoy perdiendo demasiado el tiempo, pero la verdad es que sí, desde un punto de vista no místico, desde un punto de vista más bien comercial. Pero da igual, pues estoy en Colombia, donde el tiempo de la gente no vale nada. Y si no te creés, andate para una cadena de almacenes y mirá la falta de diligencia con que te atienden los empleados. Ello sin mencionar la terrible costumbre de los colombianos por llegar tarde a las citas, o nunca llegar.
Antes, yo solía escribir en computador. De hecho, la mayor parte de mi obra, al menos la más importante, está escrita directamente en un MacBook, modelo 2007, y son dos experiencias totalmente distintas. La primera es como la fama bien ganada y la segunda, me refiero a la experiencia de escribir a mano, es como la mala fama o como la mala fama gratuita; como entrar a un bar, en el que antes te podías tomar unos tragos tranquilo, y en el que ahora no te podés asomar por mucho que te guste, pues sabés que allí todos están esperando a que crucés esa puerta para señalarte y decir con orgullo: ¡Miren, aquí está William Zapata de vuelta! Son muchos los bares en que pasa eso: usan la más terrible de las costumbres norteamericanas para poder ser. Aunque, por fortuna, en Medellín no ocurre demasiado. En Medellín la mayoría de los bares se valen por sí mismos. La mayoría. Los demás tienen que echar mano del referente. Algo así es la escritura para mí. Oh, Dios mío, cómo añoro escribir de nuevo en el Machintosh.
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