19.6.10

Capítulo 4.

Pero, no sé por qué siempre termino hablando del pasado, si yo lo que quiero es escudriñar mi presente. Me refiero a lo del inframundo. O sea, todos estos sueños descontrolados llenos de inquilinatos y de manicomios y de todos estos zombies y smog y ratas trepadoras que siempre tiran a la yugular, si te descuidás. Por eso, pensar en el inframundo es pensar en todos estos escritores de clase media que quieren escribir como Bukowski, pero que nunca podrán hacerlo, porque ni ellos, ni yo, ni mi mujer, tendremos el pellejo para vivir en el inframundo, aunque mi esposa y yo llevamos varios años haciéndolo como una especie de predestinación, sin quererlo, pero asumiéndolo con fortaleza e inclinación divina, después de haber tenido una suerte de llamado espiritual muy fuerte y también una infancia y una juventud donde nunca faltó la comida ni la ropa ni el buen techo ni la educación ni el afecto como el que nos rodea. La pregunta sería, ¿Gobernó mal su vida Bukowski? O ¿simplemente quiso ser escritor maldito?
En el inframundo generalmente lo primero que ves son arquitecturas viejas, muy viejas, con esa antigüedad nostálgica de los años 30. Luego cielos-rasos muy altos y largos corredores y también olores a berrinche, a sábanas sin cambiar, a bichos de motel; a escapes de gas; a duchas frías sin ninguna posibilidad de calefacción; rostros tristes con el derecho negado a todo tipo de una cordialidad-sin-amenazas; melancolía. El inframundo es así y salta a la vista de todos en la ciudad. Galletas marca FESTIVAL; personas dispuestas a cortarte el cuello al menor descuido y no estoy hablando precisamente de la calle, y ni siquiera de una esquina en un barrio suburbano. También y, principalmente, hablo de espacios oficialmente institucionalizados.
Escribo esto con hambre, no lo voy a ocultar. Hemos llegado por decisión propia a un punto muy-París-era-una-fiesta en el que el escritor debe reducir sus comidas al día, para que los exiguos donativos de la familia no se agoten antes del fin de mes. Los pocos ahorros que nos quedan deben alcanzar para pagar la pieza y comer por lo menos una vez al día. Por ello, pensar en eso de la fama da un poco de coraje. Como cierto día en que estábamos en una fiesta caleña, con alumnos ejemplares de Caliwood y, de repente, algunos de ellos empiezan a fanfarronear sobre sus contactos electrónicos con el autor de El Empeliculado, mi famosa página de Myspace. A la larga, todos terminaron enzarzados en una amena conversación de lo divertido que era recibir boletines e intercambiar correspondencia con el autor de aquella novela. Nunca se imaginaron que aquel tipo sombrío, que guardaba silencio al fondo de la reunión, fuera ese mito que todos se estaban encargando de alimentar y, al mismo tiempo, devorar. “Divertido” no era precisamente una palabra adecuada para una obra escrita desde las tripas. Pero supongo que ya todos los exiliados colombianos están advertidos: si te vas del país, y logras hacerte un lugar en el extrarradio, por favor no vuelvas.


No hay comentarios:

Publicar un comentario